La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Los caídos de la Sevilla de Oseluí
En el prólogo de su estupendo libro Comimos y bebimos, Ignacio Peyró vuelve a un incendio que cercó la finca de su padre en 2003, y describe cómo un arroz preparado por su madre aplacó la tensión y el miedo que generaban las llamas, la terrible voracidad con la que se propagaban. En un momento tan dramático, cada bocado dejaba en los comensales el regusto de una promesa, sugería que la vida ganaría la partida. "Me pareció", cuenta el autor sobre aquel episodio, "que, por una afinidad misteriosa, el santo manejo del fuego en el hogar –la civilización– había podido contra la crudeza del fuego como amenaza fuera de la casa".
Tal vez, viene a decirnos Peyró, sólo una receta anclada en la memoria de quienes fuimos nos otorga una certeza en la inquietud, nos concede la verdad de pertenecer a algún sitio. Lo pensé hace unas semanas, al ser testigo de una conversación entre dos periodistas, Adolfo Rodríguez y Luis Miguel Rojas, que compartían una misma vivencia: cada vez que volvían a la casa familiar les esperaba, a modo de recibimiento, un plato de ensaladilla. Cavilé entonces que el verano, cuando reanudamos los lazos con nuestros allegados por las vacaciones, es un tiempo de reencuentro con los sabores que nos formaron. Me lo confirmó mi amiga Vero cuando me contó que estas semanas había vuelto a hacer calabacines fritos, para que su sobrina Estrella volviese a probar la receta que le preparaba su abuela Angelita.
Le pregunto a mis hermanos qué sabores asocian a los días en la playa, para invocar así también a nuestra madre, y nuestro pasado común tiene la textura y el frescor del gazpacho o de esa sopa blanca de pescado, patata y mayonesa, parecida al gazpachuelo malagueño, y hasta el salón llega un olor a aceite limpio en el que se fríen boquerones o calamares, o tal vez filetes empanados, y alguien da forma en la cocina a un brazo de gitano con unas latas de atún y puré de patatas. Ese paladar común nos hermana más que la sangre y los genes, que como decía Laurie Colwin en Una escritora en la cocina –algún día habrá que agradecerle a Libros del Asteroide la excepcional biblioteca culinaria que está armando–, "compartir el alimento es la base de la vida social, y para mucha gente es, de hecho, la única forma de vida social en la que merece la pena participar". Peyró lo llama de otro modo: "el bendito mecanismo tribal de comer juntos".
La evocación deja un resabio amargo: yo, que tengo cierta mano para el dulce, concluyo con pesar que nunca haré un arroz con leche como el de aquellos días.
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