La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Mi reino por una silla... en la Magna de Sevilla
La felicidad es un tema peliagudo que me intriga. Qué es, dónde está, cómo alcanzarla, cuánto dura. ¿Es real? Como no me importa parecer una rara, les cuento que suelo leer lo que cae en mis manos sobre este tema. Y si no me cae nada, lo busco. He descubierto recientemente que los griegos llamaban makario al hombre feliz, bendecido. Luego, en el Nuevo Testamento, macarismo es usado como sinónimo de bienaventuranza. Me gustó saber esto. Macario.
Para Epicuro la bonanza era el sosiego interior, la tranquilidad del alma, a la que llamaba ataraxia. Lo que deseamos de verdad es el placer y no lo hay mayor que el de la ausencia de dolor. Estar libre de todo sufrimiento físico y sobre todo mental. Medios para conseguir ese estado: prudencia, moderación y ausencia de deseos artificiales. Qué maravilla.
Aristóteles le escribía en una carta a su amigo Lucilio que todo lo que entra desde el exterior acaba saliendo, y que por ello hay que encontrar la dicha dentro de uno mismo. El sitio físico en el que reside el bienestar es el propio cuerpo. Esto me trajo a la mente aquello de que el dinero no da la felicidad. (Pero ayuda, que dirán algunos). Los caudales son algo externo a nuestro ser, entran para dar un beneficio, pero tal y como llegan se van, y por dentro te quedas igual. Siempre he considerado que el dinero no es más que dinero. Y de ahí no me bajo.
Pasamos la vida buscando o esperando la felicidad. Contra eso, Antonio Gala decía que, como el amor, no se busca, se encuentra. Está bien, pero tienes que poner medios para que aparezca, porque todos sabemos que lo de que la felicidad llama a tu puerta es una fantasía.
Me sirve esta perorata para contar que el otro día, de casualidad, estuve en Rota. He ido innumerables veces, que para eso soy natural de la comarca gaditana llamada Costa Noroeste. Ciudad de Sanlúcar de Barrameda y villas de Trebujena, Chipiona y Rota, todas pertenecientes al Antiguo Reino de Sevilla. No es poca cosa. Precisamente por la cotidianidad que da la cercanía, no me había parado a observar qué sitio tan favorecido por Dios es esta Speculum Rotae.
Iba andando por el paseo marítimo de la Costilla y me daba el sol en la cara. No sentía ni frío ni calor. El océano, mi Atlántico, estaba algo enardecido y reflejaba dos colores, azul y blanco. Había una pareja abrazándose en la orilla y otra durmiendo la siesta en la arena calentita. A lo lejos, vi una chica que iba paseando acompañada de un labrador y un pastor alemán. Una familia al completo, abuela incluida, estaba comiendo en la playa como si fuera agosto. Despliegue de neveras, sillas, mesas, y pimientos fritos. Entraba un velero al puerto que convirtió la visión en una verdadera postal. Me acababa de comer unos chicharrones recién hechos acompañados de una Cruzcampo tirada a la perfección y una tapa de arranque.
De repente reparé, tomé consciencia del sitio donde me encontraba y del momento exacto que estaba viviendo. Me sentí feliz y bendecida. Y di gracias a la Providencia porque, en ese preciso instante, yo era una macaria en la Villa de Rota.
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