La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Los calentitos son economía productiva en Sevilla
El problema de la ley de memoria democrática no es su loable pretensión de rehabilitar a las víctimas, sino que sencillamente se olvida de la mitad de las mismas. Es decir, las que fueron asesinadas o sufrieron torturas a manos de los leales a la República. Quizás, detrás de esta actitud se esconde una inconfesable intención de ocultar la mucha responsabilidad que un partido como el PSOE tuvo en dos cuestiones: la primera, como recordaba Eduardo Jordá ayer en estas páginas, fue el intento acabar de forma violenta e ilegítima con la II República en 1934, durante la mal llamada Revolución de Asturias -que aún sigue siendo infantilmente glorificada por no pocos miembros de la izquierda-; la segunda, la brutal represión dentro del territorio republicano durante la guerra. Todavía no hemos escuchado a ningún líder socialista pedir perdón a los descendientes de las víctimas.
Muchas de estas víctimas no tuvieron nada que ver con el golpe de Estado. Simplemente eran católicos, empresarios, adolescentes idealistas, agricultores con dos palmos de tierra o votantes de derecha. Pero fueron asesinados sin piedad alguna. Según los impulsores de la Memoria Histórica no merecen ningún reconocimiento porque el franquismo ya se encargó de glorificarlas. Olvidan, sin embargo, que el llamado por sus detractores régimen de 1978 -muy superior en cantidad y calidad a la II República- nació como un espacio de encuentro de las dos Españas y que todas las víctimas, sean del bando que sean, merecen su amparo y sudario. Reconocer sólo a los muertos de un bando es pervertir el espíritu de la democracia española. En definitiva, finiquitar el espíritu de la Transición. Probablemente es eso lo que pretenden el Gobierno y sus apoyos con esta ley que no es mala por recordar, sino por recordar mal.
He sostenido en alguna otra ocasión que hay dos textos cuya lectura debería ser obligatoria en la asignatura Historia de España: el famoso discurso de Azaña en el Ayuntamiento de Barcelona el 18 de julio de 1938, en el que rogaba a todos "paz, piedad y perdón"; y el testamento de José Antonio Primo de Rivera escrito en la cárcel de Alicante poco antes de ser fusilado, un texto hermosísimo en el fondo y en la forma, en el que pedía que " Ojalá fuera la mía la última sangre española que se vertiera en discordias civiles. Ojalá encontrara ya en paz el pueblo español, tan rico en buenas cualidades entrañables, la Patria, el Pan y la Justicia". Contra el brillo de estas palabras, qué enano resulta este Gobierno.
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