La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Los caídos de la Sevilla de Oseluí
Creo, si la memoria no me falla, que aquello ocurrió viendo El celuloide oculto, el documental de Rob Epstein y Jeffrey Friedman de 1995. Uno de los entrevistados que aportaba su testimonio aseguraba –la definición más exacta de orgullo– que ser homosexual había sido lo mejor que le había sucedido en la vida. Puede que, más de un cuarto de siglo después, hoy, mi cabeza haya confundido la película y quizás esa escena pertenezca a otro filme, pero lo que sí recuerdo con asombrosa nitidez es el impacto que esas palabras tuvieron en el muchacho que era yo, aún armarizado, asustado con revelar mi identidad en un entorno conservador. ¿Cómo era posible –me preguntaba– que aquel tipo dijera algo así, que abrazara con semejante ligereza un destino que desde mi percepción de entonces concebía atormentado y problemático?
Esta semana debía escribir sobre el Orgullo, como han hecho maravillosamente las amigas Mercedes de Pablos y Carmen Camacho, y, no les engaño, partía de la rabia. Me enfada que en la interesantísima relectura de Tosca que firma Rafael R. Villalobos el público del Maestranza, habitualmente dócil ante las mil y una versiones de otras óperas, salte precisamente en una escena en la que dos hombres coquetean y acaban besándose, con el espíritu de Pasolini, además, en escena. Me enfada que la inclusión de las santas Justa y Rufina en el cartel del Orgullo, un diseño sobrio y respetuoso, sea motivo de polémica. Su autor, Daniel Dalopo, cita en la estupenda entrevista que le hace la compañera Cristina Cueto ¡Dolores guapa!, la película de Jesús Pascual que retrata cómo el colectivo LGTBI ha encontrado el Dios y la redención que algunos quisieron negarle.
Iba a escribir, ya ven, desde la indignación, pero voy a hacerlo desde otro ánimo. En mi poemario Gente que busca su bandera hacía un homenaje a Lili Elbe, una de las primeras mujeres trans, y quise retratarla feliz: “Porque la luz, tal vez, / sea una venganza, / enséñales a quienes no te amaron / tu corazón tan pleno”. Tenía razón el hombre de aquel documental que vi de joven: ser homosexual ha sido, junto a otras circunstancias afortunadas en mi vida –la escritura, por ejemplo, qué suerte también disponer de la palabra–, uno de los viajes más emocionantes que podría haber emprendido, la búsqueda de quién era yo y quiénes eran mis referentes. A algunos amigos que reivindicaban sus derechos estos días, que mostraban en las redes su preocupación por el retroceso que vivimos, más de un tipo cerril les ha dicho eso tan grosero de “A llorar, a la llorería”. Y se equivocan: nosotros ya sabemos quiénes somos, nos encontramos los unos a los otros y dimos con nuestros aliados, y ya no estamos solos, y hoy saldremos a la calle alegres y unidos y, sí, por supuesto: orgullosos.
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