Veranos de papel caliente

Veranos de papel caliente, lecturas en siestas abrasadoras, tumbado bocabajo buscando el fresco

21 de junio 2024 - 08:34

Ahora que otro empieza recuerdo los veranos de papel caliente. Papel de los tebeos del quiosco de la Encarnación en mi última infancia, cuando volvimos a Sevilla. Papel de los libros y las novelitas del quiosco de los nervionenses pisos de la prensa en mi adolescencia. De quiosco a quiosco viví en veranos de papel caliente el tránsito del ensanche de Regina a Marqués del Nervión, de la infancia a la adolescencia, del Capitán Trueno -previo paso por la Colección Historias de Bruguera que presentaba los clásicos juveniles en versiones abreviadas e historietas- a Conan Doyle o H. G. Wells, porque mis primeros Holmes fueron los de la Editorial Molino que se vendían en quioscos y mi primer Wells, La máquina del tiempo, fue el de la -creo recordar que anarcoide- Editorial Zero, algunos de cuyos títulos también se vendían en quioscos. Todo sumado, por supuesto, a los Julio Verne de Editorial Molino, los Agatha Christie de mi madre y los primeros clásicos y bestseller que traía puntualmente Ponce, mi agente del Círculo de Lectores. Sin olvidar, volviendo a mi quiosco adolescente de Marqués del Nervión, los bolsilibros de terror de Bruguera -que alguien llamó “pulp castizo”- de Ralph Barby, Silver Kane, Curtis Garland o Clark Carrados con fantásticas portadas de Lorenzo Olivares Desilo, Antonio Bernal o Salvador Fabá.

Papel caliente de tebeos, libros y bolsilibros comprados en quioscos que, con la distancia de los años, me represento como la casetilla de latón en la que el coronel Saito encerraba al recto, obstinado y al final majareta coronel Nicholson en El puente sobre el río Kwai. Porque si deliciosos son los recuerdos de lecturas en papel caliente en la penumbra de siestas abrasadoras, tumbado bocabajo buscando el improbable fresco de las baldosas hidráulicas, un tormento debía ser el interior del minúsculo quiosco de madera verde y blanca de la Encarnación en el que Pablo pasaba el día, sin moverse ni para almorzar en una fiambrera de aluminio los mediodías en los que el quiosco olía a papas en amarillo con laurel.

Afortunadamente mejoraron las condiciones de trabajo en los quioscos que, por desgracia, ahora están desapareciendo. En fin… Siempre nos quedará el de Ricardo en la Alfalfa, en el que fui comprando, a lo largo de sesenta semanas, una colección de novelas juveniles con la ilusión de que mis nietos vivan veranos de aventuras leídas en papel caliente.  

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