La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
Dos cosas me extrañan bajo el sol. La primera, el veraneante que se extraña: “¿Y tú no vas a ningún sitio?”. San Agustín me ampara: “Noli foras ire”; pero aun así yo doy mis explicaciones: “Me quedo justo por los mismos motivos hedónicos por los que tú has venido, aunque sin el viaje”. En el fondo, se adivina un choque de cosmovisiones: si lo importante de veranear es irte, huir de tu sitio y luego contarlo, entonces la pregunta tiene sentido. Pero si es disfrutar y descansar, no.
De los veraneantes, de los que soy un firme partidario, ni siquiera esa pregunta me molesta. La segunda cosa que me extraña es que algunos indígenas les tengan ojeriza. Hay quien los divide por su lugar de procedencia, que tiene su folclore, pero cuidado. Tras esa manía a los madrileños, late el autismo autonómico, y se agazapa un nacionalismo cateto. Españoles son y vienen a su casa. O extranjeros, y vienen a su globo terráqueo. Yo sólo divido a los veraneantes entre los que protestan y los que elogian. “Qué calor, qué de algas (sí), qué de gente, estaréis deseando que nos vayamos (no)”. Yo estoy con los que elogian: “Qué bien vivís aquí”. Sí. Aunque los que rajan tampoco me molestan, porque redirijo las críticas al alcalde, que es del partido que suele gustarles.
Los que quisieran que yo cambiase de aires no se dan cuenta de una cosa esencial: ya cambio de aires. Son los mismos veraneantes los que hacen que, aunque mi casa no se menee, todo el escenario se transfigure de arriba abajo. Yo habitaba en un pueblo soleado y tranquilo y ahora vivo unas noches sucesivas e ingentes. Me parece de lujo.
Lo agradezco porque podría pasar que, por mi sedentarismo irredento y mi amor a la Comarca, hubiese dado en pueblerino. Gracias a lo que me cuentan los veraneantes, voy cogiendo mundo sin pegar volteretas por ahí. Es un servicio a domicilio. El mundo viene rodando a mí y se explaya y yo oigo y aprendo algo. Así me voy enterando de lo que se cuece (sin cocerme por estaciones, gasolineras y aeropuertos).
Protestar de los veraneantes conlleva una imperdonable falta de hospitalidad, pero también de inteligencia. Vienen tan poco y se van tan rápido… Sería un desperdicio perder el tiempo quejándose de ellos en vez de saludándolos. Son el principal atractivo turístico de nuestra tierra, si se piensa un poco. A veces sospecho que acuden sobre todo a verse, pero no me parece mal. A mí también me gusta verlos.
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