La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
Sevilla/La fundación ligada a una entidad privada busca sede en el centro de la ciudad para enseñar músculo. Como los precios del alquiler están por las nubes, se exige un buen salón de actos y se requiere una obra de reforma, hay un momento de desánimo en que los interesados buscan otras zonas y desisten de la ubicación premium, según la terminología del sector que se plasma en esos estudios que ponderan el tráfico peatonal, los aparcamientos de vehículos y la proximidad de paradas del autobús urbano y de los taxis. Pero hete aquí que las apuestas por sedes fuera del centro histórico resultan mal, salvo aquellos años felices de la Fundación Cruzcampo en donde había varios actos a la semana y, claro, todos ellos rematados con cerveza y dados de tortilla de patatas. Entonces es cuando los señores que buscan sede deciden insistir en el centro. Mejor esperar antes que meter la pata definitivamente, que casos hay de lo segundo. Por mucho que nos vendan la Sevilla poliédrica, la ciudad con varios centros urbanos por efecto de su crecimiento o las varias Sevillas que coexisten, el centro de la ciudad es único. Y el personal que mayoritariamente vive lejos de la sombra de la Giralda no se desplaza igual al centro que a una barriada lejana para asistir a un acto social a las ocho de la tarde. Y ese factor es el que no explica ningún catálogo privado de los que ofrecen magníficos locales o edificios en la zona norte, Nervión o la Palmera y su entorno. Tener un compromiso social se digiere mejor si es en el centro, pese la incomodidad de los transportes. Compensa más acudir a un acto en el Alcázar, en el Ayuntamiento, en la Fundación Cajasol o en el hotel Alfonso XIII que en lugares donde a la salida no parece que se está en Sevilla y, encima, se ha tenido que salir de casa una tarde destemplada de otoño de un día laborable.
Hasta cuesta trabajo acudir a un acto en el Casino de la Exposición porque a la salida ya no te encuentras encendida La Raza, sino muchos coches circulando y el Cid dirigiendo el tráfico desde su atalaya. Aquí el único que suma años y años captando la atención del público pese a estar ubicado en el límite preciso donde termina el centro es el restaurante Becerrita, que por su ubicación exige que se acuda expresamente, pues rara vez se entra por estar de paso. Ese es el mérito de su dueño, don Jesús Becerra. Los señores que buscan sede hacen bien en no apostar por otros distritos por mucho que haya agradaores que les enseñan el catálogo de locales vacíos e insistan en la incomodidad (real) de un centro cada vez más inhóspito. Pero no se trata de residir, sino de asistir. El centro sigue teniendo un indudable valor. Nadie nos visita para ver las instalaciones del Airbus A400M.
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