De vagos y maleantes

04 de abril 2025 - 03:06

En los años setenta tuve una novia en Puertollano, el pueblo manchego de mi admirado Paco Correal. Trabajaba allí de empapelador y me colgué por la hija de un guardia civil de ese pueblo. Cuando intentamos formalizar el noviazgo el guardia me dijo que no quería flamencos en su familia. Lo dijo porque entre algunos aprendices creamos un grupo de sevillanas para divertirnos en las fiestas locales y como tenía el pelo largo y estaba negro por el frío, creyó que vendía cal de Morón. O sea, que era descendiente de Chorrojumo el de Granada. Me despreció como yerno porque pensó que era gitano. Incluso se le escapó un comentario en la caseta: “De vagos y maleantes, ni hablar”.

La Ley de Vagos y Maleantes no se creó en la dictadura, como se cree, sino con Manuel Azaña de presidente del Consejo de Ministros, en la Segunda República. Con esa ley los flamencos tuvieron muchos problemas en Sevilla, como El Feongo, padre de la cantaora Pepa de Utrera, y el cantaor callejero Bizco Amate, que los trincaron y los llevaron al Campo de Concentración de Los Remedios por estar buscándose la vida de noche en los tabancos de la Alameda, como otros artistas flamencos de la época. Aunque les parezca que esto ha cambiado, existe aún el antiflamenquismo en Sevilla. No hace muchos días arreglaba unos papeles para un asunto y cuando el funcionario me preguntó por mi oficio y le dije que era crítico de flamenco, el buen hombre me preguntó: “Pero, en realidad, ¿cuál es su verdadero oficio?”. Menos mal que no me pidió que le cantara un fandanguito o que me pegara una pataíta por bulerías, algo que aún ocurre con lamentable frecuencia en las televisiones cuando va un flamenco.

Hace más de un año me reencontré en el AVE con la muchacha de Puertollano y me contó que su vida había sido un calvario. Se casó con un militar nada flamenco, blanquito como un camarón de Isla Mayor, que le dio muy mala vida. Me confesó que era una apasionada del flamenco. De hecho, venía de disfrutar de una velada de lo más jonda en el Corral de la Morería, el madrileño tablao de Blanca del Rey. Y eso que solamente le canté por sevillanas en aquellas frías tardes de su pueblo pelando la pava en los parques. Bromas del destino. El padre creyó que era un vago o un maleante, despreció al flamenquito de Su Eminencia y su adorable hija desperdició su vida con un servidor de la Patria que nunca le dio amor por soleá ni le hizo compás por bulerías en su barriguita a la luz de la luna.

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