Gafas de cerca
Tacho Rufino
Un juego de suma fea
La tribuna
LA universidad como principal factoría del conocimiento tiene un papel protagonista en una sociedad como la actual, en la cual el conocimiento es la primera fuente de riqueza, como antaño lo fueron la tierra y el capital. En un artículo precedente (Diario de Sevilla 30-7-2015) nos ocupamos de Francisco Giner de los Ríos, uno de los más insignes miembros de la universidad española, de cuya muerte se cumple este año un siglo. En otro (Diario de Sevilla 21-8-2015), del ataque que sufrió la universidad durante la dictadura y en este nos ocupamos de los cambios que ha experimentado desde la Transición.
Dependiendo de quién describa su evolución, se hablará de procesos de modernización y democratización de la universidad, o bien de masificación y degradación. Para decidir cuál de estas definiciones se ajusta más a la realidad hay que recordar que la universidad franquista estaba organizada en cátedras sometidas al poder absoluto de los catedráticos, usualmente personas afines al régimen. Esta organización se hizo inviable a finales de los sesenta debido a la llegada masiva de los hijos, y las hijas, de la emergente clase media. Para atenderlos se crearon escalas de profesores intermedias entre los omnipotentes catedráticos y los humildes ayudantes y se puso en marcha una nueva organización basada en los Departamentos en lugar de en las personalistas cátedras. Tras el fin de la dictadura llegó la autonomía, que hizo a las universidades responsables de su gestión económica y de la selección de personal, y se sentaron las bases del actual sistema de ciencia y tecnología. Éste ha hecho que en España la investigación pase de ser fruto del trabajo voluntarioso de un puñado de profesores, a ser una actividad con un nivel de excelencia similar al de los países de nuestro entorno. La falta de sensibilidad de los últimos gobiernos está a punto de echar a perder uno de los mayores logros de la democracia.
La incorporación de los alumnos al gobierno de las universidades llegó también con la democracia, haciendo realidad el sueño de Giner de los Ríos, mientras siguió aumentando su número, que pasó de cien mil en 1950 a más de un millón y medio en el año 2000. Este drástico incremento llevó aparejadas transformaciones no exentas de sobresaltos y disfunciones. Así, mientras que para unos el acceso a la universidad de alumnos de todos los estratos sociales es una conquista incuestionable, para otros el precio pagado ha sido demasiado alto: renunciar al principio de esfuerzo y mérito que guió a Giner de los Ríos y a sus más ilustres sucesores, propiciando el clientelismo y la consiguiente degradación de la institución.
¿Es la universidad el paraíso soñado por algunos o el nido de enchufismo que pretenden otros? Puede que sea ambas cosas, porque una institución tan vasta y heterogénea forzosamente ha de tener luces y sombras. No obstante, los estudios sobre la evolución de la universidad española no suelen ser modelo de objetividad, en el mejor de los casos juzgan el todo conociendo sólo una parte, en el peor buscan su descrédito. Pero el ataque más duro que ha sufrido la institución llegó con el ministro peor valorado de la democracia, el cual, con la excusa de la muy necesaria regeneración, emprendió una reforma que más bien parecía una voladura controlada, precedida de una campaña de desprestigio. En su ayuda vinieron los que pretenden reducir la universidad a lo que era cuando Giner de los Ríos fue cesado en 1872: un centro de expedición de títulos que satisfagan las necesidades del mercado.
A pesar de ello, la mayor parte de las familias españolas sigue aspirando a enviar a sus hijos a la universidad y sus profesores siguen siendo un referente como fuente imparcial de conocimiento. Pero es indudable que la universidad necesita una reforma en profundidad para corregir las disfunciones surgidas como consecuencia de su acelerado crecimiento y, sobre todo, para adaptarse a las demandas de la sociedad del conocimiento. Para abordar esta reforma con garantías de éxito se requiere el concurso de todos sus miembros, no podemos renunciar a la democracia por la que lucharon nuestros predecesores hace más de cuarenta años. Porque, aunque el gobierno de todos pueda acarrear incertidumbres y errores, es siempre preferible al gobierno, muy a menudo sesgado e injusto, de unos pocos (1).
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