La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Los calentitos son economía productiva en Sevilla
A Enrique Martín Benítez siempre lo recordaré con su uniforme de oficial del Ejército del Aire, durante la copa que nuestras familias tomaban juntas antes de la cena de Nochebuena. Mis hermanos y yo le llamábamos “tío Enrique”, aunque no teníamos ningún parentesco. Era una manera de subrayar la amistad que unía a nuestros padres, ambos militares y vecinos durante buena parte de su vida adulta.
Enrique Martín aún perteneció a esas épicas promociones de aviadores militares en las que volar era un auténtico riesgo, aunque no se te exigía ser un atleta abstemio para pilotar un avión. Probablemente podría haber optado, como otros, por hacerse piloto civil y ganar dinerales, pero él siguió siempre fiel a su vocación castrense. A cambio tuvo una vida llena de pequeñas y entrañables aventuras, algunas de las cuales cuenta su hijo Alfredo en un texto emocionante que me ha llegado gracias al lado luminoso de las redes sociales (que también existe). La más divertida de todas es cuando tuvo que hacer un aterrizaje forzoso en un sembrado de lo que hoy llamamos “la España vacía”. Los lugareños, que nunca habían visto un avión, lo llevaron a hombros de pura emoción y sus compañeros tardaron dos días en encontrarlo, como si fuese un perdido Ulises volador.
Un día yo estaba en casa y nos avisó de que subiésemos a la suya. En uno de los marcos de los muchos cuadros que tenía se había posado una elegante y desafiante lechuza que nadie sabía muy bien de dónde había salido. Nos miraba con la más absoluta indiferencia, sin temor alguno. Siempre le he agradecido que compartiese con nosotros ese momento de extraña belleza doméstica.
Enrique Martín era oriundo de Écija y agricultor de su finca La Emparedada, que recorría a lomos de un jamelgo viejo y noble. Allí fue donde probé por primera vez la exquisitez de los garbanzos rociados con naranja agria, resabios mozárabes de nuestra gastronomía. Del campo andaluz siempre guardó el espíritu burlón del que nos habla Machado. En Nochebuena era el primero en entonar, copa de champán en mano, los villancicos de rigor. Y lo hacía con pretensiones de tenor. Todos nos reíamos, porque eran veladas muy felices.
Su ilustrísima era un hombre culto y muy educado, con una hoja de servicios destacable, aunque nunca fue presuntuoso. Me he enterado por su esquela de que estaba condecorado por su participación en la campaña de Ifni. Ahora, ha emprendido su último vuelo para hacer honor a su condición de piloto de España y de leal hijo de la Virgen de Loreto. Y yo levanto mi copa y entono desafinando un villancico, aunque de la Navidad solo quede un tibio rescoldo.
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