Última voluntad

¡Oh, Fabio!

22 de junio 2024 - 11:03

Me disculpan el tono lúgubre de este artículo, pero llevo tiempo dándole vueltas a cómo quiero que sean tratados mis despojos mortales una vez entregada mi alma a Dios. En principio había optado por la inhumación, como es tradición cristiana, pero me deprimen los cementerios. No encuentro en ellos ese romanticismo silencioso que a otros les fascina y, desde que la tecnología ha facilitado que las fantasías funerarias del pueblo andaluz se plasmen en las lápidas, los camposantos se han convertido en lugares de un gusto deplorable. Si fuese anglosajón no tendría duda. No me importaría esperar el juicio en uno de esos pequeños cementerios junto a un templo gótico de la vieja y alegre Inglaterra. Pero en este sur de España, en cuanto nos salimos del canon romano, de la cal y el ciprés, todo empieza a desbarrar en lo que a asuntos mortuorios se refiere. La incineración me da pánico y tengo mis reparos morales. Lo veo demasiado pagano y vikingo, cuando no industrial y proletario. Además, no me gustaría que mis pavesas deambulasen por el mundo sin sentido alguno, prisioneras de los alisios o de la Corriente Ecuatorial. Más ecologista de lo que muchas veces me gusta confesar (sinceramente, no lo veo de buen tono), hay un sistema que veo hermoso y sostenible. Lo conocí hace años en esa maravilla de la televisión de los ochenta que fue La joya de la corona, adaptación de la novela homónima de Paul Scott. Es el que practican los parsis, la curiosa minoría zoroástrica de la India, fervorosos camaradas de las casacas rojas británicas, como nos enseñó Kipling. Cuando alguien fallece lo trasladan a las cubiertas de las llamadas torres del silencio, construcciones muy parecidas a los torreones de vigilancia que podemos ver en el litoral andaluz. Allí dejan que los buitres hagan su trabajo hasta que solo quede un hermoso y mondo esqueleto blanco. Todos salen ganando: los carroñeros, la higiene, el difunto... Pero no creo que nuestra sociedad, a la que tanto asusta la muerte, esté preparada para ese tipo de ritos. Además, un reciente hallazgo arqueológico en Carmona acaba de darme la solución definitiva: quiero ser enterrado igual que ese paisano hispanorromano del siglo I cuyos huesos fueron sumergidos en vino. Cualquiera me vale: valientes morapios del Matachel, aniñados ribeiros del Miño, alegres manzanillas del Guadalquivir, finos tintos del Oja, claretes castellanos del Parráez, blancos soleados del Chimbesque, amontillados marineros del Guadalete... No se podrá encontrar mejor sudario para mis huesos agradecidos por esta perra y hermosa vida.

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