El turistófobo o el esnob

Antes de la democracia viajera (de un hombre, un voto hemos pasado a un hombre, un billete de Ryanair), uno podía cruzar el Atlántico desde EEUU con el único cometido de contemplar una obra de arte. Patty Smith viajó a Europa sólo para admirar las tablas del Políptico de la adoración del Cordero Místico de los hermanos Van Eyck expuesto en la catedral San Bavón de Gante. Lo recuerda Pedro G. Cuartango en su libro Iluminaciones.

Viajar, mucho antes del virus low cost, tenía su pátina veleidosa y consagraba a los privilegiados como esnobs dotados de sensibilidad y posibles. Mi tía Mercedes no prodigaba el cultivo de la lectura ni el gusto refinado por el arte. Pero sí viajó a la Yugoslavia del recién muerto Tito cuando había que hacerlo (hoy están prohibidas las maletas rodantes de los turistas por el delicado piso de Dubrovnik). Ni Patty Smith ni mi tía Mercedes la soltera percibían que su vuelo estuviera marcando el cielo con una raya de gas contaminante que pareciera trazado por una tiza infecta (hoy sabemos que el 8% de las emisiones del gas invernadero lo provoca el turismo masivo). Del viaje de la Patty y de la tía Mercedes hemos pasado al relato del influencer o del instagramer de turno. Ustedes juzgarán qué prefieren, si el viaje de antaño o el de hogaño (90 millones de turistas visitarán o arrasarán España en 2024).

El esnobismo ha girado hasta dar la vuelta. Dice mi admirado Rubén Amón que “la turismofobia es una forma esnob de xenofobia”. Sugiere que en Barcelona y en los Països (o sea, Baleares) el nacionalismo usa la turismofobia porque ya les vale con aguantar a los españoles. Le doy la razón en que es verdad que en algunas manifas se ven esteladas de indepes (no resulta improbable que se prodigue la habitual ensalada con banderas palestinas, LGTBI y republicanas). No obstante, de entre los turistófobos o aspirantes a serlo en dosis moderadas (yo mismo), hay gradaciones y sentires compartidos aunque no por la forma. Es verdad que casi no tenemos otro modelo productivo que la industria de camareros que exprime el paisaje playero y los monumentos (que la Unesco se empeña con eficiencia en no servir para nada lo demuestra su advertencia de que el turismo masivo pone en peligro el patrimonio). Sea en los Països, las Canarias o en Málaga, la degeneración cultural se ha vuelto insoportable. Se habla de la expulsión vecinal por el precio de los alquileres, del paisaje estándar o de los centros históricos convertidos en unidades de consumo. Poco se habla del modelo de negocio que han traído la ineducación, el mal gusto y la estupidez mundial.

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