La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Los calentitos son economía productiva en Sevilla
No se trata de que no podamos beber la cerveza en la calle, a la vera de la puerta del bar, como acostumbrábamos los andaluces hasta antes de la pandemia. Tampoco de que perdamos los cascos históricos, de donde nos han echado, y de que nuestros usos y hábitos hayan sido laminados por un turismo revestido de picudo rojo. Ni siquiera de que los negocios tradicionales hayan dado paso a franquicias despersonalizadas de quita y pon para la venta de souvenirs o de productos que son los mismos que se ofrecen en muchas otras tiendas cualquier ciudad de Europa. Se trata sobre todo de que las ofertas de alquiler se han resentido con fuerza, restando las opciones de los jóvenes de acceder a una vivienda, unas posibilidades ya de por sí mermadas por la precariedad de los sueldos.
El propietario prefiere al turista con fecha de entrada y de salida antes que jugársela con un arrendatario desconocido en el contexto de una normativa que precisamente lo desincentiva. El turismo del que comemos nos está esquilmando más de lo que pregonan los discursos buenistas. España es un país donde cada día es más difícil alquilar una vivienda, pero donde el turista encuentra una oferta amplia, amplísima, para alojarse en diferentes modalidades. La fuente de riqueza se ha convertido en una amenaza real que afecta a varios aspectos, incluido el de la convivencia. Los telediarios daban cuenta de agresiones a turistas en Barcelona justo antes del estallido de la pandemia. Llegó el coronavirus, el mundo se paró como nunca antes habíamos conocido y el problema quedó pendiente de solución. Las muestras de rechazo al turista se producen ahora en Andalucía, donde hiperdependemos del sector servicios. Se sellan con silicona las cajetillas donde se guardan las llaves de los apartamentos y se dejan mensajes inquietantes. Nos hemos pasado varios pueblos en materia turística, hemos inflado una burbuja, creado un monstruo y adaptado nuestra vida cotidiana hasta la exageración. No integramos al turista, que es lo deseable, sino dejamos que nos sustituya, que es lo reprobable. Nos hemos plegado sin medir los efectos.
Perjudicamos incluso a las propias señas de identidad que nos convierten en destinos atractivos, aunque eso cada día importe menos porque el turismo masivo es consumista por definición. La nueva ley de vivienda debería haber tenido en cuenta que el mercado del alquiler está profundamente amenazado por este fenómeno. Tan peligroso es incurrir en discursos populistas (¡Santiago y cierra España!) como no reconocer los excesos y perjuicios. Tenemos un serio problema con el turismo. Se nos ha ido de las manos y no podemos permitirnos el lujo de despreciarlo.
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