Turismo y cofradías, una vieja relación

Cuando llegó a Sevilla, a mi señor suegro, don Fernando Aranguren, capitán de la Marina Mercante, le llamó poderosamente la atención que la gente iba a ver las procesiones como el que acudía a ver un pasacalles de gigantes y cabezudos. En su pueblo, Villafranca de los Barros, lo normal era participar del cortejo, bien delante o detrás del paso, pero nunca como mirón pasivo. Para eso uno se quedaba en casa. Un antepasado de mesié me contó la única vez que salió de nazareno en su adolescencia: “Era pesadísimo. Me salí a mitad del trayecto y me fui a ver pasos, que era lo que a mí me gustaba”. Quiero decir con esto que, en Sevilla, las cofradías son, entre muchas otras cosas, un espectáculo, y donde hay espectáculo siempre aparece, tarde o temprano, un turista dispuesto a vivir “experiencias auténticas”.

El presidente del Consejo de Cofradías, Francisco Vélez, afirmó el otro día que “a la Semana Santa no le hace falta el turismo”. Es probable que tenga razón. El problema es que al turismo sí le hace falta la Semana Santa. Y al turismo, como ya saben, no lo para ni la división Guzmán el Bueno. Además, las relaciones entre ambos mundos –cofradías y foráneos– es vieja y amistosa, como bien sabe la historiadora sevillana Rocío Plaza Orellana. Desde que en la segunda mitad del siglo XIX se conectaron Madrid y Sevilla por ferrocarril, empezaron las riadas de turistas que venían a la Semana Santa, la Feria y las corridas de toros. Las crónicas de entonces, lejos de calentar los ánimos contra los viajeros (como hacemos ahora), animaban a los sevillanos a cuidar y favorecer un fenómeno que ya entonces se convirtió en una importante fuente de ingresos para la ciudad.

¿Cuál es la gran diferencia con la actualidad? La cantidad y la calidad. El de la época de los Montpensier era un turismo minoritario –aristocrático y burgués– con un gran poder adquisitivo. En estas calendas, sin embargo, el turismo es un fenómeno de masas asequible para cualquier miembro de las extensísimas clases medias occidentales y de cada vez más países americanos y asiáticos. Siguen llegando ricos, claro, pero se diluyen en unas masas que, por su propio peso, tienden a ser invasivas y expulsan a la fauna endémica. Nos guste o no, Sevilla ha vendido su alma al turismo y en el pacto fáustico se incluyen la Semana Santa, la Feria, las lucecitas de Navidad, el Corpus y ese largo etcétera de nuestras fiestas.

A las cofradías no le hacen falta los turistas. O eso creen. Pregunten de qué viven muchos de sus hermanos.

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