Monticello
Víctor J. Vázquez
El auxilio de los fantasmas
Sevilla/La calle Santa María la Blanca es una de las principales vía de entrada de los turistas que acuden a visitar el templo, buscan el barrio de Santa Cruz y el acceso a los Reales Alcázares (en plural, como indica el antiguo azulejo de la entrada al Patio de Banderas), la Casa de Pilatos o cualquiera de los hoteles de la zona. Pese a esta circunstancia, pese a que comemos de quienes nos visitan y nos dejan los jurdeles, ofrecemos cada día una imagen penosa en los contenedores que están colocados justo enfrente de la joya patrimonial que es la iglesia que da nombre a la calle y del precioso hotel Las Casas de la Judería, ejemplo de patrimonio bien conservado que hizo posible la recuperación de muchas casas de la Judería. El espectáculo a plena luz del día es eso... un espectáculo. En estos casos cabría exigir un plan especial de limpieza para zonas de alta afluencia turística, sobre todo cuando estamos a punto de entrar en temporada alta. Nos consta el esfuerzo de Lipasam, pero todavía hay que esperar resultados.
En la misma calle hay otro ejemplo que, esta vez sí, es imputable al vandalismo. El dueño del hotel, Ignacio Medina, ha renunciado ya al estuco de la fachada. Ha tenido que arreglarla quince veces en menos de un año por los destrozos provocados por los gamberros. A la quinta intervención, víctima de una suerte de tormento de Sísifo, decidió tirar por la calle de en medio, olvidar la exquisitez del estucado y abaratar las calidades. Sevilla es una ciudad sin conciencia del valor del patrimonio y de las cosas bien hechas. Antes que educar es mejor colocar rejas en los soportales, cerrar los parques, clausurar adarves, callejones y atrios de las iglesias. Si jamás duró una flor dos primaveras, como cantaba la Jurado, en el caso de las glorietas de la ciudad duran dos días. Que haya un hotel de categoría en una ciudad turística que no pueda mantener el estucado de una fachada dice mucho de la ganadería que pasta por las calles... Si encima se sufre el panorama diario de los contenedores ubicados justo enfrente, mejor cerrar los ojos.
Aquí nos conformamos con tener largas colas para entrar en los monumentos, listas de espera para acceder a los restaurantes y y titulares sobre los altísimos porcentajes de ocupación de los hoteles. El debate de la calidad está orillado. Somos como los invitados a la boda cateta que responden al padrino que les pregunta cómo han almorzado:“¡Todo muy abundante, amigo!”. Si lo dijo la letra de la sevillana. Que no nos falte de ná. ¿Calidad, criterio, sello propio, valor añadido, autenticidad, excelencia, esmero? Qué tonterías. En definitiva, ¿quién distingue un falso estuco de uno verdadero? ¿Y quién un tomate hecho en casa de uno de lata?
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