La aldaba
Carlos Navarro Antolín
La lluvia en Sevilla merece la fundación de una academia seria
Lejos del firmante cualquier intención de restar importancia a los hechos concretos que han provocado la caída en desgracia y el borrado civil y político de Íñigo Errejón. Del caso se pueden sacar muchas lecturas psicológicas, sociológicas y políticas, que dan un retrato curioso de por dónde ha ido el país en los últimos años. Han corrido ríos de tinta, que es lo que se dice en estos casos, y no es para menos. No deja de resultar una especie de venganza poética que uno de los creadores de todo el montaje intelectual construido en torno a Podemos haya perecido en medio de acusaciones de machismo y de violencia sexual contra las mujeres. Como decía alguien el otro día en una emisora de radio, es como si se hubiera descubierto de pronto que el Papa tiene una doble vida y se dedica a organizar ritos satánicos.
Todo lo que rodea a este caso tiene un tinte de patetismo y vergüenza que justifica el interés que ha despertado, en un país aficionado con fruición al comadreo y a intentar meterse debajo de la cama del prójimo. Pero, con todo, lo que adquiere cotas de ridículo que uno no estaba acostumbrado a ver es la carta en la que el personaje anuncia, tras haber sido cogido en falta, que se va y en la que reconoce, aunque en pasiva y entre líneas, que es un machista de libro. El tono grandilocuente e intelectualoide, las frases enrevesadas y huecas reflejan hasta qué punto se ha degradado en España una izquierda que siempre había tenido a gala situarse a la vanguardia del pensamiento. Errejón demuestra que leer, si no se es capaz de entender lo que se ha leído, no es necesariamente el pasaporte para el conocimiento. Quizás sea todo lo contrario.
Aunque también pudiera tratarse de un intento de quedarse con el personal. Algo así como si Errejón hubiera pensado: si me tengo que ir lo voy a hacer cachondeándome de todos y de todo lo que dejo atrás. Una broma del tipo del tonto el que lo lea que escribíamos en las pizarras del colegio de nuestra infancia para chinchar al profesor cuando entrara en el aula. Pero esto quizás sería concederle al personaje una capacidad de ironía que, aunque propia de una mentalidad escolar, está lejos de alcanzar.
Lo de la “subjetividad tóxica que en el caso de los hombres el patriarcado multiplica”, la “forma de comportarse que se emancipa a menudo de la empatía de los otros” o lo de “la forma de vida neoliberal” con la contradicción “entre la persona y el personaje” constituye un catálogo de vaciedades que sólo se pueden catalogar como simplezas mal pensadas y peor escritas. Nótese, de paso, que en los dos folios de supuesta exculpación no hay ni un mínimo de simpatía o de perdón dirigido a las víctimas.
En esto ha terminado la aventura de la renovación de la izquierda y de la nueva política. Pero como si con este desgraciado episodio hubieran caído las últimas máscaras y se hubiera visto la verdadera cara de lo que había detrás. Y detrás, no había nada.
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