¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Maneras de vivir la Navidad
Cuándo se impuso en nuestra vida pública este para mí mismo radical? ¿Cuándo los políticos empezaron a gobernar sólo para sí mismos y sus partidos en vez de para el pueblo? ¿Cuándo su trabajo dejó de ser, antes que ninguna otra cosa, servicio público y los partidos dejaron de estar, antes que ninguna otra cosa, al servicio de los intereses de los ciudadanos atendiendo a sus urgencias, problemas y expectativas? Nuestro director se preguntaba ayer a quién sirve la política y concluía que esta "es cada vez menos una actividad de servicio a la comunidad y cada vez más un escaparate personalista para ambiciosos de poder".
La ambición de poder ha sido siempre una de las dos patas de la política. Pero para que la cosa pública camine bien es imprescindible la otra pata, la del servicio a la comunidad. Nadie sin ambición de poder -salvo en los siempre estimables casos de los regidores de pequeños municipios- se mete en política. La clave está en los medios que utilice dentro de sus propias filas para ascender, en los que utilice una vez que obtenga ese liderazgo para llevar su formación a la victoria electoral y en el sentido que dé a su trabajo una vez que consiga alcanzar responsabilidades de gobierno. Todo muy obvio, ya. Pero en los malos tiempos, y estos lo son social, sanitaria y políticamente, se cumple la frase atribuida a Bertolt Brecht: "¡Qué tiempos serán los que vivimos, que hay que explicar lo obvio!".
Los artistas sirven mejor al arte, la sociedad y los individuos cuanto más fieles sean a sí mismos aún al precio de ser incomprendidos (lo que no quita simpática grandeza a los que logran aunar esta fidelidad a sí mismos con el servicio al placer y el entretenimiento de su público). El egotismo, que no debe confundirse con el egoísmo, es connatural al artista. Los políticos no pueden ni deben considerarse artistas autorizados a crear la sociedad a su capricho al precio de la vidas de sus súbditos -caso de todos los tiranos, desde Nerón a Robespierre, Hitler, Stalin o Mao- ni, en las democracias, pueden permitirse ese egotismo que en ellos sí se funde con el egoísmo personal y partidista. Y este es, por desgracia, el caso actual de España que en las elecciones madrileñas ha escenificado con la crudeza de La rosa de papel de Valle Inclán la miseria política que tan gravemente nos afecta desde que Sánchez, Iglesias y Abascal aparecieron en nuestra vida pública.
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