Editorial
Rey, hombre de Estado y sentido común
CADA vez que se abre el debate sobre la tauromaquia, me entran ganas de cambiarme de bando. Qué levedad de pensamiento, cuántos argumentos de plastilina, qué ausencia de estrategia, cuánto pelo casposo de la dehesa, cuánta cobardía en el mundo taurino para zafarse de lo que verdad toca, que es coger al toro por los cuernos, y dejar de esconderse detrás de los pases de Lorca y de Picasso, que el malagueño también pintó el Guernica y no por ello vamos a aplaudir los bombardeos de Gaza como fuente inspiradora de futuros pintores o excelsos poetas.
La acusación es ésta: maltrato animal, y eso es lo urge rebatir o aminorar. La decisión del ministro de Cultura, Ernest Urtasum, es una maniobra para resituar a su partido, En Común, en una campaña electoral donde la competencia es máxima, pero su argumento supera este ámbito doméstico y lo conecta con una corriente de opinión que no es, exactamente, la animalista y que está ahora en alza aunque viene de antiguo. Quevedo, Emilia Pardo Bazán, Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado, Unamuno y Baroja, por citar sólo a algunos, fueron antitaurinos y nada liberticidas. Tampoco votaban al Pacma.
La defensa del toro no es otra que la cultural porque, con o sin público en las plazas, la tauromaquia es la artistificación de una ceremonia arraigada en los pueblos mediterráneos que en España se ha ido ennobleciendo con el paso del tiempo y, de un modo radical, a partir de la segunda mitad del siglo XIX.
Al toro se le mata pero no es una matanza, no es la cabra que se arroja desde lo alto de una torre ni el ganso descuellado, no puede considerarse maltrato sin más a la exquisita crianza de un animal que vive en libertad en la dehesa hasta un día antes de su sacrificio, porque la lidia no persigue el ensañamiento con el toro, sino el enfrentamiento del hombre con la muerte. La lidia ni busca ni se regodea en el maltrato, aunque acarrea un dolor innegable del animal. Es una excepcionalidad cultural, y como tal se entiende en la ley de bienestar animal.
La politización y el oportunismo partidista sí podrían ser su puntilla, porque la espiral de enfrentamiento amenaza con borrar los apoyos que la tauromaquia siempre encontró en todo el espectro social. Hasta la popularización del fútbol fue algo más que la fiesta nacional porque partía de todos los territorios y de todas las clases, con su sol y su sombra.
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