La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Más allá de la voz de la Laura Gallego
Sevilla/Hubo un tiempo en que nos dio por instalar contenedores soterrados como hacían las demás ciudades. Fuimos como una más. Vulgares. Picamos en el cebo de las grandes obras para excavar sótanos en los que hacinar las bolsas de basura introducidas por unos huecos que tantas veces eran estrechos. ¿Recuerdan la que se lió en Sierpes para colocar esos puntos de recogida que fueron completamente inútiles? O no cabía las bolsas, o directamente se atascaban, o servían simplemente para dejar los restos alrededor como una pira. Llegó la crisis económica de 2008. Si algo tuvo de positiva es que los alcaldes se dejaron de despilfarrar dinero en estupideces. Añadan a los contenedores inútiles aquellos centros de interpretación de las cosas más peregrinas con el denominador común de emplear en las fachadas el acero corten que se vuelve viejo, asqueroso y chorreante en diez días; o las losas de pizarra que los ayuntamientos andaluces se hartaron de comprar para los pavimentos como si fuéramos Santander o Bilbao. Se cuartearon con el calor o quedaron destrozadas por el paso de los automóviles o de los coches de caballo. La falta de criterio estético de los ayuntamientos es el campo de cultivo idóneo de proveedores de materiales. En ciudades como Sevilla se sufre más por ser una ciudad beneficiada por un patrimonio histórico-astístico de alto valor pese a los ataques que sufre con frecuencia. Nosotros no deberíamos incurrir en determinados fallos estrepitosos, no deberíamos asumir como normales proyectos urbanísticos horrendos, reformas que laminan nuestro sello particular o la acción de un piqueta que vacía los interiores de casas catalogadas.
Ahora nos ha dado por comprar un mobiliario urbano vulgar e inútil que consiste en sillas de una sola plaza, como en su día nos dio por las farolas del puente de los Remedios, las losetas churretosas del eje que forman San José y Santa María la Blanca y los bancos de piedra de la Puerta de Jerez desde los que se admira (tururú) la fuente espantosa del Paseo del Cristina, perfecta para una localidad de cinco mil habitantes en el norte de España. Muchas veces elogiamos la labor de muchos particulares en la conservación de edificios, como los maestrantes con la plaza. Pero hasta la Iglesia ha dejado su huella con reformas que han convertido templos en hoteles NH. Miren las puertas interiores de San Vicente o San Bartolomé. ¿Y el horror del mobiliario del Salón Colón del Ayuntamiento? Alguien se lo lleva ahora con las sillitas que pueblan muchas ciudades. Es el tataki de los restaurantes su versión para los catálogos de decoración . Todos picamos como bobos. Somos noveleros por ignorantes.
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