¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Esplendor del Palacio Real
La anécdota la protagonizó mi madre y tuvo lugar hace ya unos años por estas mismas fechas. Charlábamos en casa, en una sobremesa tranquila de domingo, cuando se me ocurrió preguntar sobre como teníamos previsto en la familia los “asuntos funerarios” (el tema de la muerte casi nunca se trataba por esa costumbre tan propia que tenemos por estos lares de cuanto menos nombrarla, mejor). Mi padre, muy serio, contestó: “pues nos iremos al cementerio de San Fernando o al de nuestro pueblo, con el resto de la familia que ya descansa allí”. Mi madre saltó tan rápida como tajante: “A mí, ni se os ocurra llevarme a San Fernando”. Ante nuestra mirada de estupor, por la rotundidad de su respuesta, añadió: “Que no, que allí no conozco yo a nadie”. El ataque de risa que nos dio, a mi padre y a mí, se lo pueden imaginar, pero ella continuó muy seria y sin inmutarse: “Me lleváis al pueblo, donde están enterrados mis padres, mis abuelos y más gente que conozco. Allí, cuando la gente del pueblo pase por delante de mi tumba, sé que me nombrarán y se pararán a recordarme. Así que, de llevarme al cementerio de San Fernando, nada ¿qué voy a hacer yo allí rodeada de tantísima gente que no conozco?”. Arte y sabiduría, la de mi madre.
La anécdota, repetida una y mil veces en la familia ante la hilaridad de todos y el cabreo de mi progenitora, que nunca entendió el porqué de tanta risa en torno a un asunto tan serio, me hizo reflexionar sobre la evolución del tema de la muerte en esta sociedad nuestra.
Para mi madre, la muerte era parte de la vida y continuaba de alguna forma, cuando ésta acababa, gracias a un sentido profundo del paisanaje y a las costumbres que ayudan a perpetuar las tradiciones. Para las nuevas generaciones la muerte parece resumirse en un breve paso hacia la nada. Ayuda a ello la lógica burocratización del tránsito que – en gran medida– ha favorecido la tremenda despersonalización con la que la vivimos… salvo en los pueblos. En muchos de ellos aún se mantiene el rito de la cercanía y el recuerdo de los que ya se fueron. Se les nombra, se recuerdan sus hechos, se les visita, y no solo una vez al año.
Ayer aproveché el festivo y me acerqué al cementerio de Sierra de Yeguas, en el límite entre las provincias de Málaga y Sevilla, a llevar unas flores a mis padres. Mientras las colocaba, pasaron varias mujeres del pueblo y se pararon un ratito conmigo a recordarlos. Parecía estar oyendo a mi madre… Yo también quiero que, cuando llegue el día, me entierren donde sé que recordarán mi nombre. Allí donde, como diría el poeta, tarde el olvido en envolverme.
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