¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
El placer de lo público
En la vigésima edición –se dice pronto– del Festival de Tapas de Valladolid, celebrado a mediados de noviembre, se coronó como ganadora mundial la elaboración de Teo Rodríguez, del restaurante Trasto: Pucela Roll –un hojaldre relleno con un guiso de lechazo con kare raisu (curry japonés), demi-glace de su cocción y pistacho–. Indudablemente, el plato tiene todos los visos para deleitar a los paladares más exigentes y, digo yo, bien elaborado, podría estar en el olimpo Michelin. Sin embargo, para proclamar una tapa como la mejor del mundo, es necesario cumplir, al menos, tres condiciones: la primera, contar con un criterio definido sobre el tipo de cocina y elaboraciones que se presentan en el concurso; la segunda, que la población o localidad esté inmersa en la cultura gastronómica de ese perfil y, por último y más importante para su credibilidad, que los demás lo perciban y crean que esto es así. Por ello, todo mi reconocimiento a las instituciones y al Ayuntamiento, que crearon y dieron forma a esta iniciativa. No sé el peso que tendría la tapa en Valladolid en su hostelería de los años 80, entiendo que estaría más encuadrada en mesa y mantel; sin embargo, este proyecto –ahora una realidad consolidada– ha convertido a la localidad pucelana en la tapicapital mundial. Me reitero: enhorabuena.
En contraste, nuestra ciudad, que contaba con todos los mimbres necesarios para abanderar el mundo de la tapa, no aprovechó su momento, y así nos vemos: pidiendo asesoramiento para crear eventos semejantes. Algo así como una reproducción, remake o franquicia –llámenlo como quieran– del exitoso concurso vallisoletano. Si nos lo hubieran contado hace 30 años, habría sonado a historia del añorado Gandía, pero no lo es: es la realidad de una ciudad, de sus instituciones y su población, que renuncia constantemente a sacarle brillo a sus zapatos, pensando que, si los enseña, se los van a quitar y, en definitiva, los deja sin brillo. Sin embargo, no perdamos la esperanza; nos haría falta definir un criterio claro de acción –que no es poco– y aunar esfuerzos –algo más complicado– para enseñar a relucir los tesoros que disfrutamos en nuestra bendita tierra. Todavía podemos ganarle réditos a ese maravilloso rito sevillano de salir de tapas que, aunque el mismísimo Ferrán ya aseguró que era nuestro producto gastronómico más exportable, aún no hemos encontrado el modelo que amplifique positivamente a la ciudad, como sí ha hecho Valladolid. Quizás la clave esté en engarzar el formato con el producto –nada nuevo, si nos fijamos en italianos o japoneses, pero muy efectivo–. Invito a seguir trabajando pues, al fin y al cabo, los regalos de la providencia con los que hemos sido agasajados son para compartirlos; de no ser así, quién nos creerá a la postre.
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