Monticello
Víctor J. Vázquez
El auxilio de los fantasmas
GONZALO Queipo de Llano fue un general del siglo XIX, no sólo por su nacimiento, en 1875, sino también por la forma atrabiliaria de concebir su oficio y el ejercicio del poder, basada más en el arrojo y el carisma personal que en los conocimientos técnicos. Hombre extravagante y colérico, implicado en los últimos duelos de honor que hubo en España, se hizo famoso en el Ejército siendo un joven oficial, durante la Guerra de Cuba, por cortarle la cabeza a un mambí de un único y certero tajo en una carga de caballería. Era su trabajo. En política siempre destacó por su afición, tan decimonónica, a la conspiración. El general mimado de la República (lo colmó con los mejores puestos) no paró de intrigar contra la monarquía alfonsina hasta su final. Después, cuando entonó su particular “No es esto”, se alistó tardíamente al golpe de Mola y le encomendaron la misión suicida de la sublevación de Sevilla, ciudad moscovita a la que los alzados daban por perdida. No fue así. Gracias a una mezcla de decisión, inteligencia, moral de victoria, suerte y errores del enemigo, logró controlar la plaza.
Hasta ahora todo nos muestra un personaje novelesco, incluso divertido, con una vida llena de acción en Cuba y Marruecos y una participación entusiasta en contubernios políticos de todo tipo. Pero luego vino la Guerra Civil y la represión, en la que Queipo destacó por una ferocidad que lo hizo legendario. Cierto es que en el bando contrario también hubo crímenes masivos y horrendos (los que la Memoria Histórica ningunea cínicamente), pero eso no le resta ni un ápice de responsabilidad al que fue llamado Virrey de Andalucía. La represión fue implacable, con miles de muertos, muchos de ellos personas pacíficas que nada tenían que ver con la barbarie revolucionaria. Con semejante currículum es normal que Queipo de Llano, por mucho que favoreciese e incluso salvase a las hermandades de Sevilla (cuyo silencio es atronador), no esté enterrado de forma destacada en uno de los suelos más sagrados de al ciudad, la basílica de la Macarena. No sería justo con las víctimas. Nada que objetar, pues, al cambio de sepultura, aunque sea al amparo de una ley tan nefasta y totalitaria como la de “Memoria Democrática”.
Queipo no fue falangista, ni carlista, ni monárquico, ni nacional-católico... Fue un espadón que, eso sí, manejó el medio radiofónico con un sentido muy moderno para sus intereses políticos y tácticos. Como tantos personajes del violento pasado de España atravesará su particular purgatorio hasta que ya sólo sea una sombra en los libros de Historia.
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