¿Sin solución?

Si se mantiene el sistema tal como se concibió hace cuarenta años es porque los remedios son peores que la enfermedad

El hemiciclo.
El hemiciclo. / DS

26 de mayo 2023 - 00:01

EN el jardín del convento de Santa Clara de Sevilla se puede ver arrumbada una estatua de Fernando VII, una de las poquísimas que se conservan. El monarca es probablemente el personaje más odiado de nuestra historia. Sin embargo, aquel Borbón fue llamado en su día el Deseado y representó los anhelos de libertad e independencia de lo que empezaba a llamarse el pueblo español. La gran solución. La historia siguió. Para superar a la hija de Fernando VII, Isabel II, Prim buscó la solución de Amadeo de Saboya, un italiano bienintencionado que huyó en cuanto pudo. Quedó la solución de la I República, que acabó en Guerra Civil entre Sevilla y Utrera y con Pavía metiendo los tricornios en el hemiciclo. Luego vino la solución de la Restauración borbónica y el turnismo, que desembocó en la solución del cirujano de hierro encarnado en don Miguel Primo de Rivera que, asimismo, derivó en la solución de la II República... Y ya saben, todo acabó en la solución de la carnicería, el desconeje de la patria, como lo llamaba el capitán general Merry. ¿Fue Franco una solución? Sí para la mitad de los españoles, una solución traumática que se superó gracias a la solución de la segunda restauración borbónica y la Constitución de 1978. Fueron más de treinta años sin necesidad de soluciones, como si los jugadores locos que manejan la historia de España se hubiesen levantado del tapete para darse un respiro o tomarse unas copas. Pero llegó la crisis de 2008 y el pueblo empezó a pedir nuevas soluciones. Es el momento de lo que se llamó con exceso de optimismo la nueva política, una solución que regeneraría (¡ay, el regeneracionismo, cuánto daño ha hecho desde el 98!) la vida pública española, pero acabó en el gran desengaño de Podemos y Ciudadanos. ¿Y ahora? Los indicios de la crisis siguen siendo inquietantes. Fíjense sólo en los nacionales: decadencia de las instituciones básicas del Estado como la Corona o el Tribunal Constitucional; rupturas evidentes de los pactos constitucionales entre territorios y clases; agotamiento de un bipartidismo cada vez más precario; depauperación evidente de los ciudadanos medios; fin de la reconciliación nacional debido a la memoria histórica; blanqueamiento de los enemigos del Estado; frivolidad absoluta del legislador... Intentamos obviarlo, pero la atmósfera de fin de ciclo es cada vez más evidente. Si se mantiene el sistema tal como se concibió hace cuarenta años es porque, sencillamente, esta vez no tenemos una solución. O, lo que es más grave, porque los posibles remedios serían, como tantas veces en la historia, peores que la enfermedad.

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