La aldaba
Carlos Navarro Antolín
La Sevilla fina en la caja de Sánchez-Dalp
El otro día murió un operario mientras participaba en las obras de limpieza de un colegio público de Massanassa, en la zona cero de la Dana valenciana. Era un domingo y aquel hombre, en vez de estar tomándose una cerveza en el bar, estaba quitando barro y escombros. Y de pronto se le vino encima una parte del tejado. En un país normal, la muerte de este operario hubiera llenado todos los informativos –en vez de la polémica idiota sobre el chiquilicuatre de Broncano–, pero apenas hemos sabido nada de él. He buscado en Google –siempre tan amable– y he encontrado algunas cosas, no muchas. Tenía 51 años. Le gustaban los toros. Y se llamaba Samuel. Y eso es todo. En un país con un mínimo de decencia, en un país con un mínimo de respeto por sí mismo, este hombre que murió quitando escombros en un colegio debería haber recibido un homenaje multitudinario. Pero no hubo nada. Lo único fueron unas palabras titubeantes por parte de un burócrata de la Generalitat valenciana que ni siquiera fue capaz de expresar un átomo de emoción o de empatía. Y aparte de eso, no hubo nada. Nada de nada.
Más o menos por esos días, también pudimos ver a la ministra de Defensa abroncando a unos vecinos de Paiporta que le pedían que el ejército les ayudase a limpiar el garaje inundado. La actitud de la ministra –enfadada, molesta, arrogante– parecía la de una marquesa del Antiguo Régimen que hubiera sido rodeada por la chusma maloliente que le pedía un trozo de pan. En un país normal, en un país que tuviera un mínimo de respeto por sí mismo, esa ministra que actuaba como una marquesona habría tenido que pedir disculpas, pero aquí no ocurrió ni ocurrirá nada de nada. La marquesa –¿o era ministra?– es progresista: por tanto, ella se debe al antifascismo universal y a la lucha contra el cambio climático, pero no a los pobres desgraciados que tienen el garaje inundado. Faltaría más.
Por supuesto, estas actitudes van a tener un alto coste para la clase política. Cuando nuestros politólogos se llevan las manos a la cabeza por el avance en Europa y EEUU de lo que ellos llaman “la antipolítica”, me pregunto si se han parado a pensar en estas cosas: la terrible arrogancia de nuestra clase política, la pavorosa frialdad de nuestros burócratas, la irritante indiferencia con que tratan a los pobres diablos que les pagamos el sueldo. Y todo eso nos saldrá muy caro.
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