La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Minerva, la diosa del gobierno local
Estos son días en los que las palabras, esa masilla con la que desde aquí intento cada semana dar forma a ideas y reflexiones, no sé bien si me vienen largas o se me quedan cortas. El caso es que me entran tentaciones de llamar al jefe de esta sección y proponerle que me deje dejar el espacio de este artículo, este que ahora mismo plago de hormiguitas negras, completamente en blanco: solo mi foto, mi firma y el título de un no-artículo, de un pedazo de papel sin manchar. Me dirán ustedes que para eso sería mejor que cediera mi lugar por esta vez a un compañero que acaso tenga algo que decir. Pero no. De poderse, este espacio que me corresponde yo hubiera querido llenarlo de vacío, de un agujero blanco, de un largo minuto de silencio.
Quizá nos hemos acostumbrado, de pura usanza, a que los llamados “minutos de silencio” sean poco más que una formalidad, un gesto rutinario, protocolario, oficial, meramente externo. El silencio que hubiera querido ejercer aquí y ahora es el que lleva días sonándome dentro, como eco sordo de la gran catástrofe en Valencia. Hay un silencio que consiste en quedarnos sin palabras, por tristeza, compasión, por reverencia al dolor de los demás. Pero hay además un silencio de otra cualidad, escogido, que también es provechoso en estos momentos. Es un silencio electo; consiste en callarse una un poco, por fuera y por dentro, detenerse un instante. Con un minuto basta.
Confieso que dicho tipo de silencio voluntario me cuesta mucho practicarlo, sobre todo cuando más lo necesito. Las veces que, en situaciones difíciles, consigo ejercerlo un instante me acabo alegrando, pues me ayuda a decir o a actuar con verdad y contundencia. Las frases de taza de míster wonderful son pamplinas sonrojantes salvo en momentos extremos, y este lo es. Así que allá voy: Prefiero no decir nada si no es más bello que el silencio, y etc. Dicho de un modo más digno, en estos momentos de máximo ruido, ánimos desbordados, insidiosos en su tinta, meteorólogos de la quijotesca universidad de Argamasilla de Alba, de tanto enterado y censor de lo que hacen y dicen los demás, me permito un minuto de silencio ante mí y ante ustedes. Callando un instante no otorgo, ni disculpo, y ni mucho menos propongo un silencio de Bernarda Alba. Es lo contrario. Me callo para escucharme y para no ser ruido. Para acompañar en el dolor a tantas personas. Para encontrar las palabras elementales –escribió la poeta Laura Casielles–. Y luego hablar.
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