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Rafael Padilla
La paradoja de la privacidad
Con paupérrimas cuotas de audiencia, Teledeporte es el canal público de televisión que nos ofrece, a lo largo del año, retransmisiones de todas esas disciplinas físicas que apenas interesan a otras personas que no formen parte del reducido círculo de sus federados.
Iniciado el campeonato de fútbol masculino –por méritos propios, el principal espectáculo deportivo de masas en nuestra tierra– queda disipado rápidamente en la conciencia colectiva el recuerdo de la última edición de los Juegos Olímpicos, disputados, por tercera vez en la historia, en París.
Sorprendentes contrastes con la actitud de esos millones de compatriotas que, dos o tres semanas atrás, pasaban las horas delante del receptor, contemplando, como fielmente hacen cada cuatrienio, competiciones cuyas reglas ni siquiera conocen en profundidad.
Polémicas al margen sobre los aciertos y errores en la organización, pocos países como la Francia de Pierre de Coubertin pueden alegar el derecho a ser, en repetidas ocasiones, sede de tan multitudinario evento. Efectivamente, a ese humanista contemporáneo que fue el aristócrata galo, debemos la imitación laica, desde finales del siglo XIX, de los juegos sagrados que los antiguos griegos practicaban varias centurias antes del nacimiento de Cristo.
No ha de comprenderse el moderno olimpismo, sin el contexto de la época en la que surge. Las transformaciones sociales derivadas de la Revolución Industrial son las que facilitan el auge del deporte como diversión compartida, tanto por sus actores activos como por los pasivos. Y el despertar de los nacionalismos, tras la Revolución Francesa, el motor espiritual de la pacífica pugna entre estados para exhibir la pujanza de su juventud, sea en las pistas de atletismo, las piscinas, los campos de hierba o todas las superficies posibles que hemos divisado a través de las pantallas.
Mediada la tercera década del nuevo milenio, las emociones nacionales en torno a la consecución de medallas parecen desprovistas de sentido en un orbe tan acusadamente globalizado. Volviendo al balompié profesional, busquen en internet cualquier foto de las selecciones francesa u holandesa, tomada en 1974, y hagan la comparación con alguna instantánea de la actualidad. Comprobarán cómo, por arte de magia, los descendientes de Molière o Rembrandt han desaparecido prácticamente de la escena. Ante realidad tan palmaria, la emisión de lágrimas con el sonido de los himnos y el tremolar de las banderas se ve cada vez más fuera de lugar.
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