La aldaba
Carlos Navarro Antolín
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Tribuna
¿Quién se acuerda del triste maridaje entre Sevilla y el buque escuela Galatea? El próximo 4 de octubre se cumplen 35 años de su llegada al Puerto de Sevilla, pero, ¿cómo se gestó todo? ¿Acaso estamos repitiendo el mismo ejemplo con las Atarazanas?
El Galatea, originariamente un buque mercante botado en 1896 en Glasgow, llegó a manos de la Armada española en 1921, momento en el que se transformó para que sirviera como buque escuela hasta su relevo por el Juan Sebastián Elcano (1928). Desde entonces, y hasta 1959, sirvió como buque de maniobras. Después, quedó amarrado en El Ferrol como pontón-escuela hasta ser dado de baja (1982). Por aquel entonces, a sus 86 años de vida ¡se había convertido en uno de los tres únicos supervivientes de los grandes veleros del siglo XIX!
A partir de entonces, la posibilidad de desguazarlo levantó voces contrarias que reclamaban su conservación. A tal defensa se adhirieron varias capitales españolas, pero sólo quedó Sevilla, que se comprometió a financiar su elevada restauración de cara al tricentenario de la Escuela Náutica San Telmo (1983). Con posterioridad, y rebasada dicha efeméride sin haber entrado en Astilleros, en 1985 su recuperación se vinculó con la Exposición Universal.
La idea de traer al viejo buque escuela para que sirviera como otro nexo de unión entre Sevilla e Hispanoamérica caló bien en la Armada. Además, parecía que la carga histórica de los maderos del Galatea devolverían a los sevillanos/as la por aquel entonces perdida conciencia de su ingente tradición marítimo-fluvial. Finalmente, este bricbarca se asomó por la esclusa del Puerto la noche del 4 de octubre de 1985.
Pero el barco que llegó a la capital andaluza sólo era una sombra de lo que fue. Desarbolado y oxidado, en nada se parecía al mostrado días, meses y años atrás en la prensa para reclamarlo, que tiraron de fotografías de su etapa en activo. Pasada la euforia inicial, el discurso de los acontecimientos parecía apuntar a que la idea de su restauración se desinflaba, aunque todo su aire aún no se había escapado.
En los siguientes años, y al calor de la Exposición Universal, con el apoyo de Telefónica se pensó en montar en él una exposición permanente sobre los sistemas de comunicación en el siglo XIX. Otras ideas fueron la de servir de ampliación del Museo Naval de la Torre del Oro, de restaurante flotante e, incluso, para que el periodista Jesús Quintero montara una estación de radio.
A pesar de involucrar al Patronato de San Telmo a la Diputación, al Ayuntamiento y a la Junta, el proyecto no consiguió recaudar los 180-500 millones de pesetas necesarios para su adecuación a los nuevos usos soñados. En este sentido, llama poderosamente la atención que, aunque a la hora de pedir que el barco viniese a Sevilla todas las autoridades lo hicieron al unísono, no hubo el mismo consenso a la hora de aportar medios para su restauración, faltando a su compromiso con la Armada, los sevillanos/as y con la historia naval de nuestro país.
El tiempo pasaba y la euforia se iba apagando. Arrinconado en un muelle, entre 1985 y 1993 el velero sufrió expolio e, incluso, dos incendios que le provocaron su parcial hundimiento sobre el lecho del río.
Finalmente, y clausurada la Exposición Universal, la Armada revocó la cesión gratuita del Galatea al Patronato de San Telmo y lo sacó a subasta, que fue adquirido por una sociedad escocesa. El destino, y nuestra desidia, hizo que el 1 de julio de 1993 lo que quedaba de este glorioso buque abandonara nuestras aguas de vuelta a donde fue botado: Glasgow. Desde entonces, luce allí restaurado como parte de un museo.
Esta triste anécdota de la Historia de Sevilla parece que vuelve a repetirse con el caso de las Atarazanas, en la que los mismos actores y características se repiten: varias administraciones implicadas, una fundación o sociedad civil que tira del carro, una ingente cantidad de dinero necesaria para restaurar, varios proyectos descartados y, al fin y al cabo, un patrimonio abandonado.
Ahora todos sabemos cómo acabó la historia del Galatea. Esperemos que el caso de las Atarazanas no corra la misma suerte, como tantas otras del Guadalquivir.
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