Un sevillano espléndido

La aldaba

Hasta que se recogió en el claustro de su hogar apostó siempre por crear, impulsar, emprender y dinamizar

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El peligro de los plastas del calor

Juan Salas Tornero contemplano un cuadro del pintor Ricardo Suárez
Juan Salas Tornero contemplano un cuadro del pintor Ricardo Suárez / Juan Carlos Muñoz

25 de julio 2024 - 04:00

El tabernero Manuel López Rolán proclamó un día en El Portón de la calle General Polavieja: “Aquí los cofrades se dan golpes de pecho con sus hermandades, pero a la hora de la verdad, después de tantísimos años, el único que se retrata es Juan Salas, que no solo no devuelve ni uno solo de los décimos de la lotería de la Esperanza de Triana, sino que me pregunta por los que no se han vendido para comprarlos”. Don Juan Salas Tornero fue el cofrade que en tiempos delicados para el inolvidable cardenal Amigo nos citó en el elegante Palacio de Monsalud para lograr templanza en período de zozobra: “Nunca olvides que las cofradías se encuentran en la frontera de la fe”. Amaba profundamente a las hermandades, creía en su poder vertebrador como tenía claro que ningún motor se mueve solo, sino que hace falta el combustible de la fuerza de voluntad. Un día trajo a Sevilla al presidente Jordi Pujol a rezar ante la Virgen de Montserrat, y otro encargó a Benito Moreno que pintara a la Virgen de la Concepción al estilo de la Purísima de Velázquez, pintor al que admiraba con pasión.

Tenía a Velázquez tan presente que encargó a Ricardo Suárez una perspectiva inédita de Las Meninas vistas desde la posición de José Nieto, aposentador de la casa de la Reina. Quizás uno de los aspectos más interesantes de Juan fue cómo ignoró a la legión de envidiosos que son el predicado de todo sujeto con cierta posición de influencia. Nunca se quedó quieto, prefirió inventar, crear, impulsar, dinamizar, remover y agitar. Y eso es un pecado en la sociedad local que lleva en su vulgar heráldica los timbres de la indolencia, la desconfianza y el recelo. Juan hacía viajes por medio mundo como un mago laico. Se traía el oro, el incienso y la mirra para sus hermandades. Soñaba y promovía galeones, enviaba cartas a la Santa Sede para que su Concepción fuera coronada por altos cardenales y celebraba el mero hecho de vivir en una ciudad como Sevilla. Cuando sufrió los baches de la vida, se recogió discretamente en el claustro de su casa. Gracias a su generosidad hubo mucha gente que probó el champán francés. Siempre le pedíamos que nos lo cambiara por un catavino de manzanilla. Sin burbujas. “Mejor dejar el selecto carbónico para otras personas, don Juan”. Y se reía, siempre se reía. “¿Yo iré a tu boda?”. “Por supuesto, don Juan”. Y allí estuvo puntual con el elegante traje azul. Descanse en paz un sevillano de carácter espléndido, brille para él la luz perpetua de una mañana de Jueves Santo en el atrio de San Antonio Abad. Voló alto en muchos lares, pero era feliz, muy feliz, arriesgando en los cielos de Sevilla. Y era de fiar porque hablaba continuamente de sus padres. 

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