La aldaba
Carlos Navarro Antolín
La Sevilla fina en la caja de Sánchez-Dalp
La aldaba
Como un asidero de buen gusto al que agarrarnos para no tambalearnos en el feísmo invasor. Un feísmo material e inmaterial, como en tiempos se predicaba de los dos tipos de patrimonio de la ciudad. Hay una Sevilla fina y exquisita, de minorías naturalmente, que se conserva en la procesión de la Espada de San Fernando cada 23 de noviembre, la que tan brillantemente nos narró Diego J. Geniz en este periódico; en la misa ante el Niño Jesús montañesino de la Archicofradía Sacramental del Sagrario que se celebra en los días de pascua navideña, en los santos oficios de conventos como el de San Leandro las tardes de Jueves Santo, en un funeral en la Caridad, en los cultos de agosto a la Virgen de los Ángeles de Los Negritos, en la misa de ocho de la mañana en el monasterio de Madre de Dios... Ritos, liturgias y momentos que no han sido invadidos por la masa, protegidos por una intimidad natural, un blindaje de discreción inalterado. Y que es abierta, no excluyente, está ahí para todos. Se podría elaborar una suerte de guía de la ciudad que no ha sucumbido al ruido, el mochileo, la estética de cow-boy, las voces tronantes, los grupos consumistas, los pejigueras ansiosos por captarlo todo con el teléfono móvil, los que acuden donde dice el operador de turno y no el conocimiento pausado del destino que se visita. Hay una Sevilla de buen gusto, saludable, fina y con criterio en detalles como la nueva caja de dulces que el arquitecto Javier Jiménez Sánchez-Dalp ha diseñado para las hermanas clarisas del monasterio de Santa María de Jesús.
El estuche está inspirado en los azulejos del convento y lleva las imágenes que participarán en la Magna. Miren ustedes por donde tenemos un motivo para recordar la gran procesión. Y con su compra se ayuda a esa Sevilla de los conventos tan valiosa, auténtica, desconocida y poco valorada, de la que tanto se preocupó el doctor Yebra, el médico sevillano que amó y ensalzó los valores de la clausura. Una caja para toda la vida con un diseño que es de exquisita belleza, que demuestra que se pueden hacer las cosas con una estética verdaderamente hermosa, sin barrabasadas, sin provocaciones gratuitas, con delicadeza y un escrupuloso respeto. Habría que hacer la lista de sevillanos ilustres que han diseñado, creado, pintado, esculpido y hasta reinventado la ciudad aportando belleza, rescatando motivos estéticos perdidos y enseñando lo desconocido. En los azulejos de un convento hay mucha de la mejor Sevilla, la que no se conoce. Y, por tanto, la que nunca se puede amar. Qué habilidad hay que tener para vincular la discutida Magna con la mejor versión de la ciudad. Mérito de un arquitecto con criterio. Con más sevillanos así no nos hubieran destrozado la Palmera.
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