Lo que Sevilla debe a don Miguel (con perdón)

04 de julio 2024 - 03:09

Parece que la dictadura de Miguel Primo de Rivera se ha convertido en un clásico del examen de Selectividad. Me parece bien. Puede que esté mal decirlo en estos tiempos de desmemoria histórica, pero Sevilla le debe mucho a una figura en la que se resume la complejidad de la historia. Es cierto que se cargó en un golpe incruento el agonizante sistema parlamentario y caciquil de la Restauración, incapaz de evolucionar hacia una democracia moderna, y que en su caída arrastró a Alfonso XIII (con las consecuencias de todos conocidas); pero también lo es que consiguió pacificar el protectorado de Marruecos (un auténtico sumidero de vidas y caudales) e impulsar la economía con un plan de obras públicas (adelantándose al tan cacareado New Deal de Roosevelt). No es poca cosa. No sabría muy bien si calificarlo como el último espadón decimonónico o el primer dictador moderno de España (no escondía cierta admiración por el Mussolini primitivo). Era un hombre capaz de trabajar infatigablemente o de encerrarse varios días en un cortijo entre compañeros de armas, botellas de vino y golfas. Hombre de orden aclamado unánimemente por las fuerzas vivas (especialmente las de Cataluña) sentía debilidad por La Caoba, una prostituta cocainómana por la que se saltó sus propias convicciones. Su berrea con el otro don Miguel de aquellos años, Unamuno, fue más que sonada. Y acabó con una de las aventuras más divertidas e intrépidas de los locos años 20 españoles: la huida del escritor de su exilio en Puerto Cabras (Fuerteventura). Al final cometió el error de todos los dictadores (y no tan dictadores): intentó perpetuarse en un poder al que se suponía que había llegado provisionalmente. Murió amargado en París.

Pero aquí hemos venido a hablar de Sevilla. Sin la figura de don Miguel difícilmente hubiese salido adelante la Exposición del 29, un proyecto que estaba a punto de naufragar. El general, como tantos en su época, creía firmemente en la comunidad iberoamericana. Suya fue la decisión de poner al frente del evento a José Cruz-Conde, un personaje muy impopular entre las élites sevillanas del momento, pero que imprimió a los preparativos el dinamismo que hacía falta. Algunos lo han llamado el Pellón del 29. El poema que Romero Murube dedicó a Cruz-Conde en su libro Siete Romances (1937) lo pinta casi como un ser luciferino. En fin, que sin ánimo de ofender o polemizar, esta ciudad le debe mucho al dictador Miguel Primo de Rivera. Más, desde luego, que a Azaña o Arias Navarro. Y casi tanto como a Felipe González.

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