Notas al margen
David Fernández
El problema del PSOE-A no es el candidato, es el discurso
Sueños esféricos
Sergio Ramos ha usado a su Sevilla para lavar su conciencia durante un añito de retirada en el pueblo y ahora retorna a la vida glamurosa que a su mujer y a él le molan de verdad, ese microcosmos del “bro”, las gorras de viseras agresivas, ropajes de estampados imposibles y los saraos más ‘instagrameables’ (precioso palabro, ¿verdad, Javier Cercas?).
El camero retornará en abril para lucir en el callejón de la Maestranza y con traje a cuadros, pendientes de cruces y anillos de brillantes y platino, corresponder a todos los pelotas. Y por supuesto que se cruzará con algún sevillista y entonces hablará de la inquietante actualidad de su club con la comodidad de ver los toros desde la barrera.
El Sevilla gasta hoy mucha más energía en despedidas excesivas, huecas y con sabor a ojana (la penúltima, la de Erik Lamela), que en ser más permeable a las necesidades del sevillista. Gasta mucha más energía en que el búnker gane altura y grosor para resguardo de los que vampirizan al club, que en arbitrar de una puñetera vez medidas para que ese sevillista recupere las ganas de ser sevillista.
Sergio Ramos se va “con la conciencia tranquila”. Lo ha dicho no sé cuántas veces en su ampuloso discurso. Nadie duda de su admirable profesionalidad y que ha dado todo lo que tenía en su efímero paso, a lo ‘Bienvenido, Mister Marshall’, por Nervión. Ha esgrimido su carisma y liderazgo y, tras torcer el destino europeo del Sevilla con aquella falta innecesaria ante el Lens en Nervión y su penalti y su nueva falta innecesaria en Eindhoven, percibió a tiempo que los árbitros no le pitan igual al Sevilla que al Madrid y fue un pilar clave para que el equipo no se despeñara.
Pero que no se engañe el camero. Abandona, con todo el derecho del mundo, un Sevilla hecho unos zorros y en Miami, Los Angeles, Dubai o dondequiera que vaya, va a seguir siendo aquel gran capitán del Madrid. Sobre su terapia personal de un año de vuelta a la academia, sobrevuela una imagen imborrable para demasiados sevillistas, la de aquel Sergio de morado, que se pidió lanzar un penalti contra su Sevilla en Nervión y que se llevó las manos a las orejas en tono desafiante con la grada. Hoy se da golpes en el pecho de sevillismo y no voy a dudar de su filiación, pero los tatuajes que salen en las fotos, los de sus sienes, son el 15 de su dorsal en la selección y el 93. El del minuto en que hizo levitar en Lisboa a todo el madridismo.
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