Notas al margen
David Fernández
El problema del PSOE-A no es el candidato, es el discurso
El gran Billy Wilder vivió el éxito atronador del Tiburón de Spielberg con inquietud y dolor, como si el bicho protagonista de aquella película se hubiese salido de la pantalla y le hubiese clavado en su pierna esas hileras de dientes que estremecieron al mundo. En cierto modo, aquel pez voraz sí hirió de gravedad al genio austríaco: su historia inauguraba un modo de hacer cine en el que el director de Perdición o El crepúsculo de los dioses ya no tenía cabida, se imponía "ese rollo de hacer que a la gente se le caigan las palomitas, con muchos momentos espectaculares y muchos sustos. Es más como una atracción de feria que un drama, que una historia". Lo cuenta Jonathan Coe en la novela El señor Wilder y yo (Anagrama), una delicia que se lee con ligereza y en la que no obstante subyace un poso de amargura. En su libro, Coe se inventa a una intérprete de griego, Calista, para colarse en el rodaje de Fedora, cuando Wilder y su coguionista I.A.L. Diamond están lejos de su época dorada -esa racha en la que encadenaron obras maestras como Con faldas y a lo loco, El apartamento, Uno, dos, tres e Irma la dulce- y afrontan su declive: ningún estudio de Hollywood ha querido respaldar la sombría historia de una vieja estrella de cine, la Fedora del título, y por mucho que los directivos expresen su admiración al cineasta no ven rentable el proyecto, que sale adelante gracias a financiación alemana. En Los Ángeles, observa con pesadumbre Diamond, ya no importa la calidad, lo que reina es el dinero. "No te lees Cahiers du Cinéma lo primero por la mañana antes de ponerte a trabajar. Lees los resultados de taquilla".
El señor Wilder y yodescribe así el cambio de sensibilidad que experimentó el cine en los 70 -aunque la historia vaya más allá: también se apunta la impresión que a Billy Wilder, que perdió a su madre en la barbarie del Holocausto, le causó dos décadas después La lista de Schindler: el talento de Spielberg acabó disipando aquel recelo-, y el lector intuye que ahí arrancaba la dinámica, llamémoslo tiranía del mercado, que hoy sufrimos. Ahora podríamos poner al tanto al director de Primera plana, por ejemplo,de cómo Marvel y el dichoso multiverso, o las sagas inagotables, los parques jurásicos y las misiones imposibles, acaparan una cartelera en la que no queda mucho hueco para otros relatos; podríamos explicarle cómo algunos espectadores más jóvenes, educados en esa brevedad nerviosa del TikTok, se desesperan ante una historia reposada. Todavía seguimos encontrándonos películas, novelas, canciones fabulosas, pero a veces los adultos que tenemos una edad -los que empezamos a ser viejos cascarrabias- sospechamos que nuestro momento ya pasó, que nuestros gustos ya no interesan, sentimos también que un tiburón nos ronda.
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