La aldaba
Carlos Navarro Antolín
La lluvia en Sevilla merece la fundación de una academia seria
Confabulario
Lo decíamos aquí la semana pasada. Los tiempos de crisis vienen acompañados o agravados por una crisis del conocimiento. En el siglo anterior, con la llegada del cometa Halley –mayo de 1910–, cundió el terror al saberse que la cola del cometa contenía cianógeno, un gas venenoso que acabaría con la vida en la tierra. Luego, el pronóstico de Flammarion resultó erróneo, lo cual no impidió que numerosas personas se quitaran la vida ante la inminencia de la catástrofe. Ahora contamos con no pocas amenazas y perplejidades cuya resolución y cuyos efectos ignoramos. He aquí tres ejemplos: la ralentización del núcleo de la tierra, que promete alterar levemente la duración del día; la detención de las corrientes cálidas del Atlántico, que amenaza con firgorizar Europa en unas décadas. La propia inexistencia del tiempo como tal, según la teoría de la gravedad cuántica. El resultado, en todo caso, debe ser parecido al que sintieron nuestros vecinos del XX cuando supieron que el tiempo era relativo y que el vacío se curva.
Que uno de los efectos del calentamiento global sea la congelación del hemisferio norte, no deja de ser una refinada y cruel paradoja. Uno diría, en todo caso, que es la cuestión abierta por la IA la que acaso haya suscitado mayor inestabilidad en aquello que creímos cierto. ¿En qué consiste, en última instancia, ser humano? Según decía Ortega, la naturaleza del hombre consiste en no tener naturaleza. Esto es, consiste en una flexibilidad inflexible. Bien es verdad que en estas situaciones de crisis general es cuando se formulan los remedios más descabellados y temibles (la carrera nuclear se ha reanudado briosamente). Pero también es cierto lo contrario: es en tales momentos de estupefacción cuando se revela la tenaz y laboriosa hilatura del mundo y el poder mayúsculo de la inteligencia humana. Durante la pandemia tuvimos ocasión de observar detenidamente ambos aspectos.
Según el Gobierno de la nación, el progreso consiste en privilegiar a las regiones prósperas en detrimento de las otras. Este brote de darwinismo social, travestido de avance porvenirista, no es sino una muestra más de la porosidad conceptual en la que hoy nos hallamos inmersos, y que hace posibles, incluso apetecibles, dentro y fuera de Europa, modelos antaño desechados. Torres Villarroel no deploraba la obra de Descartes porque le pareciera incierta (como en efecto era), sino porque le daba miedo. Este mismo temor, difuso y ecuménico, es el que parece dirigirnos, hoy como ayer, a soluciones de extrema sencillez. Al deseo de soluciones extremas.
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