La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Minerva, la diosa del gobierno local
Durante siglos, el inmenso territorio de Rusia fue muy desconocido en Occidente y más aún en España, donde antes del XIX apenas se encuentran referencias al país euroasiático. Sin embargo, como contaba Andreu Navarra en El espejo blanco, el ensayo que dedicó a los viajeros españoles en la URSS, particularmente numerosos en las décadas de entreguerras, hubo una rusofilia presoviética que no se basaba en la afinidad ideológica y de la que participaron aventureros, liberales y regeneracionistas, a la vez asombrados por los tesoros de la nación –o por las cualidades de lo que empezaba a llamarse el alma eslava, tópico hoy caduco e irritante para los naturales– y muy críticos con un sistema donde los civilizados usos de una de las cortes más suntuosas del continente, de inspiración francesa, convivían con la opresión y la miseria de las clases populares, sometidas a un régimen de oscurantismo que varios de ellos relacionaron con los males –el gobierno despótico, la influencia del clero, la esclerosis a todos los niveles– de su país de procedencia. El general Juan Van Halen, biografiado por Baroja, es uno de los más antiguos de los que se tiene constancia, un personaje extraordinario que conoció San Petersburgo de la mano del ingeniero Agustín de Betancourt, pionero del urbanismo en la hermosa ciudad del Neva, sirvió en el ejército de Alejandro I –que desconfiaba de sus ideas avanzadas, afines a las de los futuros decembristas– y fue destinado a un regimiento de dragones del Cáucaso, en Georgia, siendo el primer español en pisar la mítica cordillera y el único que ha recibido la distinción de caballero de las órdenes de San Jorge y San Vladimiro. Diplomáticos o militares, y en menor medida profesionales y comerciantes, integran el reducido flujo que ya hacia mediados de la centuria produce un cierto número de testimonios de valor sobre todo documental, hasta la llegada del ahora conmemorado Juan Valera. El gran escritor y político egabrense, uno de los hombres más lúcidos de su siglo, dedicó una parte de su amenísima correspondencia –las justamente célebres Cartas desde Rusia– a su experiencia como secretario de la legación española en la capital, en la que como de costumbre no faltaron los escarceos eróticos. Ya en los inicios del Novecientos, dejaron páginas muy valiosas Julián Juderías, que años después publicaría una temprana denuncia de la leyenda negra, o el republicano Luis Morote, cuya impugnación del zarismo –sus súbditos semejaban un “rebaño de almas”– preludia en parte el estallido revolucionario. Tanto tiempo después, muchos amantes de la cultura rusa siguen soñando con el final del largo imperio de la autocracia.
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