La aldaba
Carlos Navarro Antolín
No había otra, ni otro
Ritualitos. Así llama –y se sonríe– un viejo amigo a los movimientos repetidos que emprendo cada vez que entro en su casa. Suelo responderle que ojalá tuvieran mis gestos condición ritual: no la alcanzan, y yo quisiera. Más que valor simbólico –sigo diciéndole– descalzarme, servirme un vaso de agua o sentarme de cierta manera, sencillamente habilitan un espacio para mí en un lugar que es suyo. Él insiste en que hay gestos sencillos que adquieren entidad de ritual. De ritualitos, vamos a dejarlo así, en curioso diminutivo –concluye–, para distinguirlos de formalismos de enjundia.
Lleva razón mi colega. Lo compruebo cada mañana, cuando camino por el paseo que hay junto al río. A la altura de La Barqueta se sienta, sin faltar ni un día, un muchacho que se dedica a saludar a cualquiera que pasa. Usted, si pasea por esa ribera, sabrá quién es, y seguro que ha sido saludado. Mira el río y me mira, se alegra de verme de nuevo y solo dice “¡Hola!, ¡buenos días!”, con muchísimo cariño. Con el mismo afán saluda al siguiente o la siguiente que pasa. Una a uno le devolvemos agradecidas la reverencia. Ese instante se erige en bisagra; un gesto tan sencillo, su ritualito, provoca un giro en el semblante y la actitud de quienes lo recibimos: continuamos el camino más contentos, y más humanos. No sé quién es él ni él sabe quién soy yo; igual es el tonto del pueblo y yo más tonta todavía, pero el caso es que nuestro ritual cotidiano, este de entrar en contacto mediante un verdadero saludo, ha pasado a ser hermoso e importante. Funciona.
En el libro Naturaleza sagrada, Karen Armstrong habla del valor que los confucianos dan al li (en cristiano, ritual). Dice: los gestos ritualizados de respeto pueden enseñarnos más profundamente que las lecciones racionales a honrar la dignidad de los demás. Y añade: los gestos corporales del li transforman tanto a quienes los realizan como a sus destinatarios. El muchacho que nos saluda sentado a la sombra de La Barqueta nos lo demuestra, su saludo respetuoso tiene el gran poder de cambiar el rictus de quienes lo recibimos. Con su gesto, este chaval nos cuenta a cada uno de los que pasamos por allí que somos dignos de su respeto. No es poca cosa.
¿Ha perdido Sevilla sus rituales de respeto hacia los demás? Me lo pregunto cada vez que salgo por la puerta y me cruzo con caras tan reconocibles como incapaces de saludar y, en ocasiones, ni siquiera de devolver el saludo; cuando el listo de turno hace lo imposible por colarse en la barra del bar o en la caja del súper y, si se lo digo, se me encara; cuando hay quienes establecen auténticos duelos mudos para ver cuál de las dos se baja de la angosta acera al cruzarnos. Quizá hemos olvidado –quizá ni hemos aprendido– a dar un trato igualitario y honroso a quien conocemos y, por supuesto, también al desconocido.
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