La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Lo dejamos ya para después de Navidad
Como nos pasa a todos, muy ajeno estaba Manuel Rico Lara a cuál iba a ser su futuro cuando escribió su obrita Jovellanos en la Sevilla de la Ilustración. Me tropecé con ella en la Feria del Libro Antiguo y la eché al morral. La compra tenía varios alicientes: el contenido, que se detiene en los diez años –de 1768 a 1778– que el político y escritor estuvo en Sevilla desempeñando varios cargos relacionados con la administración de justicia; el autor, magistrado víctima de una auténtica cacería mediática y judicial en el caso Arny, que dio la talla de aquella sociedad española de la segunda mitad de los 90; y la colección en la que se insertaba el libro, editada por el aún llamado Monte de Piedad y en la que se encontraron algunos de los talentos sevillanos de la época: el desaparecido Atín Aya, Manolo Cuervo, Tabernero...
Es difícil leer Jovellanos en la Sevilla de la Ilustración sin pensar continuamente en la tragedia que se abatió sobre la vida del magistrado Rico Lara. El llamado “caballero del foro” por el abogado Baena Bocanegra y “juez indefenso” por su biógrafo, el gran Paco Correal, tuvo que ver cómo se convertía en un apestado en la ciudad por la que, hasta solo unas horas antes, paseaba plácidamente. Fue suspendido de empleo y sueldo y la gente (tan valiente) lo insultaba por la calle. Dos años después, en el 98, fue declarado inocente, pero las heridas tuvieron que quedar para siempre. El recuerdo que uno guarda de él es el de un hombre encogido y abrumado por la injusticia.
En el libro hay un momento en el que Rico Lara habla del asistente Pablo de Olavide, a cuya tertulia sevillana acudía Jovellanos. Y ahí es inevitable que al lector se le dispare esa tendencia humana a hacer paralelismos que representó mejor que nadie Plutarco. Rico Lara no puede evitar sentir una mezcla de admiración y piedad por aquel asistente de Sevilla que terminó pagando sus osadías modernizadoras y espíritu volteriano con un durísimo proceso que le destrozó la vida: se le despojó del hábito de Santiago, se le desterró a cuarenta leguas de la Corte y Reales Sitios, se le prohibió llevar espada, montar a caballo o vestir plata y oro, y ya no pudo regresar a América... Como cuenta el propio autor, al oír el autillo, el asistente cayó desmayado.
A Olavide lo juzgó la Inquisición y a Rico Lara un tribunal mucho más terrible, una sociedad mediática que, aunque todavía no había irrumpido internet en nuestras vidas, ya anunciaba ese mundo orwelliano que empezamos a atisbar. A Rico Lara, un inocente, también le quitaron el caballo y la espada. Es decir, su honor. Y muchos nunca pidieron perdón.
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