Monticello
Víctor J. Vázquez
El auxilio de los fantasmas
Desde la ribera
H AY imágenes capaces de conmover hasta al corazón más duro. Instantáneas capaces de transmitir en una fracción de segundo todo el dolor, sufrimiento y desesperación de quien lo ha perdido todo y busca un futuro mejor. Fotografías que trasladan a quien las ve una sensación de desazón, impotencia y rabia irresolubles. Son retratos que conducen a la reflexión, al silencio, a la introspección, al análisis de cómo el ser humano puede llegar hasta determinados límites y permitir que haya quien no encuentre el descanso ni la paz en su existencia.
Esto es lo que ocurre cuando se ve la desesperación con la que miles de refugiados sirios tratan de dejar atrás las miserias de la guerra que corroe su país en busca del Dorado europeo. No son ni mejores ni peores que otros inmigrantes que llevamos años, décadas, viendo por televisión, pero la magnitud que está alcanzando el éxodo sirio -y libio, afgano o iraquí- tiene absolutamente desbordada a la vieja Europa. Mientras aquí apuramos los últimos sorbos del verano, allí nadan cuanto sea necesario para escapar del horror. La guerra en Oriente Próximo, la extensión del Estado Islámico con su bárbaro modo de gobierno, ha sacado a cientos de miles de personas de sus casas. Huyen del genocidio, de la persecución religiosa, de la concepción más extrema y arcaica que se pueda tener de la vida humana. Como lo hicieran los tutsis en Ruanda, los bosnios en Srebrenica, los judíos de toda Europa. Huyen despavoridos.
Y mientras, aquí, en la vieja Europa, en la cuna de la democracia y la civilización, continuamos mirando hacia otra parte. Respondiendo al exterminio con barreras de alambre, con fronteras cerradas, con policías, gases lacrimógenos y porras. Con ministros de estados miembros que cierran acuerdos millonarios para convertir un túnel en búnker impenetrable desde el que impedir que nadie venga a turbar al ciudadano europeo. Seguimos pendientes de la bolsa, del desatino griego y de las ocurrencias políticas, mientras a escasos cientos de kilómetros de nuestra tranquila existencia hay unos salvajes que amenazan con llevarnos a una crisis en la que la presión migratoria reviente todos los diques de contención. Una vez más, Europa permanece miope ante el dolor ajeno. Miope y agarrotada, incapaz de dar soluciones y confiada en que el tiempo, las bombas del amigo americano y la suerte pongan fin a la tragedia.
Pero la cosa no es así. Europa no puede actuar como el niño pequeño que cierra los ojos para no ver lo que no le gusta. Europa debe reaccionar cuanto antes y tomar medidas. Poner orden al caos en el que se ha convertido Oriente Próximo, implicarse en solucionar unas guerras que sabemos dónde comenzaron pero ignoramos dónde pueden terminar. La locura impuesta en Mosul, Palmira o Alepo conduce a las fronteras de Grecia, de Macedonia, al Eurotúnel, al Estrecho... Mientras al otro lado del Mediterráneo unos matan para imponer la Edad Media, aquí giramos la mirada incapaces de admitir que la solución al dolor, la miseria y el sufrimiento es la que es y cuesta lo que cuesta. Porque si Europa no actúa alguien vendrá a quitarle las manos de los ojos y mostrarle cuán dura puede ser la realidad. Lo que allí ocurre aquí afecta y, a menos que comencemos a darnos cuenta, lo que ahora es un problema de fronteras puede ser mañana un conflicto irresoluble. Europa no puede mirar a otro lado.
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