La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
El despertar de Juan consistía en estirarse, hacer un café, verterlo en la misma taza todos los días y escuchar las noticias. Aquella mañana se dio cuenta por primera vez, que, si no estuviera, nadie le echaría de menos; y eso, aunque le deprimió por un instante, le llenó de entusiasmo, sabedor de que tenía libertad plena para hacer lo que quisiera. Estaba tan solo como Crusoe y al igual que el personaje creado por Defoe, se sintió como El Rey de la isla. Su isla.
Le gustaba saber lo que ocurría y sintonizaba varias emisoras escuchando las diferentes versiones que ofrecían de Sánchez, Kamala Harris, la migración o el cambio climático. Envidiaba a aquellos que con una mirada unidireccional lo tenían todo claro. Para unos Sánchez era como el pecado original para los cristianos culpable de todo lo malo que pasaba. Para otros se trataba de alguien siempre inocente y un durísimo batallador por las libertades de todos nosotros. Juan no vivía en ninguna de las trincheras y en los conflictos las razones que más le atraían siempre eran las de los desertores.
Una vez que había comprobado que el mundo seguía igual que cuando formaba parte de él, lo cual demostraba que él no era el culpable, se ponía su chaqueta favorita, aquella que compró en el mercadillo popular de los domingos y salía a pasear observando a la gente como si fueran los personajes de una novela. Los días en que se sentía bien regalaba a todos, incluida la panadera que nunca le cayó bien, una sonrisa. Cuando la melancolía le recordaba lo viejo que era y la música dejaba de sonar, guardaba silencio, y luchaba para que la rutina no apagara su espíritu. Sus amigos le aconsejaban adecuarse a la jubilación tomándose su nueva situación como un espacio de infinitas posibilidades. Pero ya hablaba cuatro idiomas, de joven viajó y tocó la guitarra, sabía que el amor no sirve de nada si no viene acompañado de paz, y despues de haber leído todas las novelas que pretenden explicar en que consiste el secreto de la vida, conocía que los únicos amores que merecen la pena ser vividos son los difíciles. Y ya no tenía edad para eso. Se preguntaba por qué tras muchos años intentando buscarse la vida, cuando lo había conseguido, se la habían quitado prejubilándole.
Cuando le detuvieron por hacer una pintada en el parque, la agente en prácticas Hernández le preguntó por qué había escrito: “Se vende isla” en un espacio público. Juan contestó con timidez: “Créame agente, no soporto tanta felicidad”.
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