Relecturas

22 de octubre 2024 - 03:06

Tantas veces expresada, la renuencia a volver a los autores que nos entusiasmaron o dejaron huella por temor a que defrauden, puesto que los libros no cambian pero sí lo hacen los lectores, no rige en todos los casos o lo hace de una manera selectiva. Sólo a veces intuimos que el antiguo hechizo no resistiría las lecciones o los estragos del tiempo, y preferimos el recuerdo vago pero amable –del yo que fuimos, de la época o sus gustos– a la ingrata constatación del desencuentro. Pero también sucede que obras a las que regresamos sin prevenciones, seguros de citarnos en territorio amigo, crezcan en la estima una vez releídas. Es lo que nos ha ocurrido con La leyenda del santo bebedor de Joseph Roth, que reaparece en una edición de Acantilado con excelente epílogo de Berta Ares, quien ya abordó el último relato del gran escritor centroeuropeo, el más lúcido y combativo entre los nostálgicos narradores del finis Austriae, en una reveladora monografía que desentrañaba sus múltiples fuentes y capas de significado. Lo leímos en su día en la edición de Anagrama, publicada a comienzos de los ochenta como una de las primeras entregas de su colección de narrativa, parte de aquella estimulante hornada inaugural que incluía títulos de Jane Bowles, Patricia Highsmith, Mircea Eliade o Thomas Bernhard. En uno de sus libros memorialísticos, dice Jorge Herralde que el relato de Roth tuvo éxito gracias al prólogo que le pidió a Carlos Barral por “razones obvias” y relacionadas con su dipsomanía, a la que se refería el prologuista que atravesaba entonces un periodo de obligada abstinencia. Se entienden el gesto y el guiño del joven editor hacia su reconocido colega, pero aquel prólogo no podía ser más flojo. Seguramente para salir del paso, Barral escribió una tosca apología de la embriaguez que cargaba contra los “abstemios apostólicos” y apenas se detenía en el “curioso” relato, cuya grandeza le pasó desapercibida. La fantástica peripecia del buen Andreas, con su conmovedora mezcla de piedad e ironía, merecía mucho más de un lector tan distinguido. Han pasado las décadas y vemos claro todo lo que separaba a los exquisitos bebedores de la gauche, tan cínicos y descreídos, de la bohemia casi evangélica de los clochards a la que perteneció el alcoholizado Roth de las postrimerías. También desde la perspectiva de nuestro tiempo, cabe señalar que el enojoso apostolado de la contención puritana ha cambiado de bando o más bien ha ensanchado sus dominios, de modo que hoy los herederos ideológicos de aquellos infractores, reconvertidos en severos moralistas, querrían vernos sobrios, frugales y permanentemente afligidos.

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