La aldaba
Carlos Navarro Antolín
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Relatos de verano
EL Bolo no conocía el mar. No es sólo que nunca lo hubiera visto, es que en la vida se había planteado su existencia. Si alguna vez lo vio en la tele no se fijó. Estaba demasiado ocupado en sobrevivir, a los cuarenta ya era abuelo de una niña cetrina, y tenía la cueva colmada de bocas que alimentar. Su Loles y los mayores ayudaban cuanto podían, en la rebusca, la alcaparra, con las rifas. Cómo pensar en el mar, si se le hacía grande el cielo. Esas noches cerradas en las que ni los lobos veían, cuando salía a la caza furtiva, al Bolo se le iba el alma para las estrellas. Le sobrecogía una pregunta tan inmensa que no cabía en el campo.
Pocos quieren los oficios de Padre, que a veces se las ve y se las desea para apañar una cuadrilla que escamonde los bidones de lampante, que queme ramones, que saque el guano, que acuda a la orujera. Sin duda, el trabajo más duro de los muchos del campo era el de castrar las jamileras, esas balsas pestilentes. También las llaman alpechineras. Quizá hayan olido alguna vez el alpechín. Su hedor penetra por la nariz y encoge el alma. El infierno no es de azufre sino de esa grasa descompuesta. Sin embargo, aquella hediondez me reconfortaba. Así olía la pelliza de Padre, así olía sentir que él llegaba a casa. Pocos quieren estos oficios, pocos saben oficiarlos. Con el tiempo, Padre juntó a un grupo de hombres de los que viven en las cuevas para irse con él a las alpechineras. Aprendieron el manejo de los tablones, la hora en la que cambia el viento, el uso de las herramientas de medición, la decantación del aceite que valía para hacer jabón. Entre ellos estaba El Bolo, que pronto destacó por habilidoso, trabajador y buen amigo. Padre y El Bolo no tardaron en hacerse compadres.
"Bolo, dile a tu Loles que te eche capacha de comida para dos días, mañana de madrugada nos vamos tú y yo a una jamilera que hay cerca de Fuengirola". El buen nombre de la cuadrilla de alpechineros había traspasado las lindes de la comarca. Comenzaron a coger nombre en una aldea que pertenecía a Jaén, pero solo a medias. La otra mitad de la pedanía, separada por un barranco, era provincia de Granada. La fama de los castradores de alpechín cruzó la barranquera. Comenzaron a castrar la jamila de otros pueblos, de allí pasaron a campos de Córdoba y ahora los llamaban desde Málaga. Saldrían antes del alba, atrocharían por Íllora, al amanecer ya irían con el camión por los túneles de Málaga, en un rato más ya estarían descargando junto a la balsa los aparejos de castrar.
Aquella madrugada llovía intensamente. Cargando el camioncillo, Padre notó que el agua le calaba hasta los huesos. El Bolo no llegó a sentir el frío del agua en la cabeza. Tan recio tenía el pelo. Padre ya conocía la capacidad de El Bolo para aprender de los animales: saltaba como los gatos, tenía andares de corcel en días festivos y los días diarios iba como el chasquito de la liebre. El Bolo se quitaba de encima el aguacero y la oscuridad con el desperezo con el que se sacuden el agua los perros. Las gotas de lluvia, al agitar la cabeza, brillaban en la noche. Subieron a la cabina, atravesaron la madrugada por Íllora, alcanzaron las primeras luces del día entre túneles, tal cual habían planeado. Echaron el camino en el hospitalario silencio de quienes saben callar juntos. Amanecía, pero el sol no asomaba. La mañana plomiza y lluviada acompañaría la jornada completa. Eso dijeron por la radio.
Ya principiaba a verse Málaga, la ciudad asomaba y, tras ella, un mar tan negro como el cielo. El Bolo abrió los ojos ante aquella inmensidad. En ese momento, Padre cayó en la cuenta: era la primera que El Bolo iba a la costa. Lo miró con el rabillo del ojo, para no perderse el estupor del compañero, el regalo que supone asumir de golpe el ancho mar. Padre vio al Bolo amarillear un poco y echarse las manos a la cabeza con la boca muy abierta. Por fin logró decir a grandes gritos de espanto:
-Dios mío, compadre, ¡qué alpechinera más grande!
Aún hoy, cuando Padre lo vuelve a contar, se emociona como si estuviera acompañando en su desesperación a aquel compañero de fatigas. "¡Avisemos al resto de nuestros hombres!, ¡esto no lo castramos en un día!", decía El Bolo desencajado.
-Bolo, hombre, eso no es una alpechinera. ¡Es el mar! -trató de tranquilizarlo Padre. El alma de El Bolo se llenó de infinito y duda.
-¿El mar, compadre? ¿Qué es el mar? -preguntó con los ojos empañados.
Padre le dio un abrazo. El Bolo era un sabio montuno, un despojado el último Adán que por primera vez nombraba el mar para crearlo. "¿Qué es el mar?", le preguntaba. Era difícil dar la respuesta más precisa y preciosa. Pero Padre lo consiguió:
-El mar, mi Bolo, el mar es la casa de las sardinas.
Cuando, pasados muchos años, le relaté esto a Quico Cadaval, el mejor contador de historias que conozco, él me habló de un coruñés que, yendo en el autobús a Madrid, se admiró mucho de lo baja que estaba la marea en toda la Meseta. El poeta Manuel Moya me contó que en Fuenteheridos a los niños les cuesta entender qué significa 'horizonte'; entre montañas no se atisba. Espero, mientras junto asombro de sobra, fundar algún día mi particular Meseta, mi horizonte. Mi Mediterráneo.
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