La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Los calentitos son economía productiva en Sevilla
El verano como cura del tiempo ya no es lo que era o lo que creíamos que era cuando desciframos su recuerdo, esa invención ahora hostil. Da pereza o tal vez miedo dejar la casa a oscuras y salir ahí fuera, a lo que comúnmente entendemos por días de verano. La turbamulta acecha. La grosería lo permea todo. La mala educación nos iguala en el mal vestir o por relajación de las formas amables. El sol aplasta sobre la selva sin árboles. El resto, por abreviar, son más crímenes y aullidos de licántropos, que, como la ira o el desamor en pareja, aumentan en verano según estadísticas. Todo ha cambiado en la era de la vida fragmentada. Hay quien ya habla de la costumbre de la falta de costumbre. Y, sin embargo, aún perdura entre nosotros el concepto de agosto como el mes de la plena holganza.
Dice la neurociencia que las vacaciones son gratas para el cerebro. El esparcimiento en la naturaleza abre la mente y la vuelve más creativa. Estar en las nubes, no hacer nada, estimula las ignotas regiones del cerebro que abonan el pensamiento crítico y la memoria. Creo que era San Pablo el que decía que para acercarse a Dios había que ir hacia el mar. Es verdad que admirar el mar, contemplar el tozudo oleaje sobre acantilados y farallones, nos regala momentos de una evasión como fuera del mundo. Me acuerdo del peñón rocoso de Monemvasía, en el Peloponeso, mientras contemplaba a solas el azul índigo donde el Egeo se funde con el Mare Nostrum. Entre ruinas medievales, capillas bizantinas y casitas autóctonas (entre ellas la del poeta y político comunista Yannis Ritsos), uno creía estar cerca de Dios o de los dioses de la Hélade. No había turistas, pues era invierno, lo que era de agradecer como refutación del verano.
En vacaciones muchos desean alcanzar la ataraxia. Dícese de ese estadio de tranquilidad libre de injerencias. Los escépticos, como Pirrón, lo lograban cuando no opinaban ni emitían juicio (aprendan los tertulianos de guardia). Para Epicuro la ataraxia era el estado en el que el cuerpo no sufre y el alma carece de perturbación. Antes de que la moda nos hiciera leer a Marco Aurelio incluso en el váter, los estoicos asociaban la tranquilidad suprema al ánimo imperturbable. El egotismo de hoy ha traído la imbecilidad con ínfulas. Se habla ahora del “punto de aura” como sellos de la nueva masculinidad. El varón que cuida de sí mismo, que renuncia al rol del macho dominante, es el que ahora, por ejemplo, gusta de contemplar abstraído el lento trazo de su vuelo por la pantalla sobre los asientos del avión. A buenas horas descubren este placer unisex.
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