La aldaba
Carlos Navarro Antolín
La lección de Manu Sánchez
El secretario general del Ayuntamiento de Sevilla ha ingresado como miembro de la Real Academia Sevillana de Legislación y Jurisprudencia. Luis Enrique Flores leyó un discurso serio, culto y ameno sobre la evolución del oficio de fedatario en la administración local. Cualquier que lo haya tratado sabe de su pasión por esa rama tan árida que es el Derecho Administrativo. Sólo los privilegiados con su inteligencia y su chispa saben hacer atractiva esta disciplina fundamental. El gran detalle de su discurso estaba en el recuerdo de su padre y del arzobispo Juan del Río. Los dos le faltaron, pero los dos estuvieron en su memoria en un momento tan especial. Monseñor del Río era el cura con el que se podía discutir, almorzar, pedir gestiones ante la Casa Real e intercambiar impresiones sobre la actualidad y sus personajes. Llegó a arzobispo castrense y jamás olvidó a su gente de Ayamonte, Sevilla y Jerez. Nos lo arrebató el coronavirus de pronto, por sorpresa, cuando nadie esperaba que aquello acabara en tragedia.
“Mi padre espiritual”, dijo el fedatario sobre don Juan en su presentación como académico. Y recordamos el rezo del rosario por la megafonía del Rectorado, la cruz pectoral con la Buena Muerte, las homilías por los militares caídos, las camisas de puño doble, los correos electrónicos largos donde respondía a las peticiones ofreciendo un sí o una alternativa, pero rara vez te encontrabas con un no. Dicen los cursis que los pregoneros se desnudan ante el auditorio. Prefiero a los académicos como Luis Enrique que revelan con sencillez y sin complejos quiénes han sido sus guías, ejemplos y modelos en la vida. Que Luis Enrique sabe Derecho es algo notorio, pero no tanto que el arzobispo Juan del Río ha sido una de sus grandes referencias. Y seguro que lo sigue siendo. “No me pude despedir de él”. Y nos acordamos de aquellos días en los que tanta gente se murió en la soledad de una habitación de hospital y los funerales se celebraban casi en la intimidad, esa España cerrada que nos hiela el recuerdo, esos meses en que tanto nos fue hurtado. Uno espera acordarse de don Juan cada Martes Santo en el vestíbulo del Rectorado, pero esta vez lo hicimos en una ceremonia solemne de fracs, medallas y jura.
Don Juan está hasta en los pucheros, sobre todo en los que preparan sus hijos espirituales. Porque dejó muchos a los que enseñó templanza, elegancia personal y también algo de genio bien administrado. Con toda seguridad hubiera estado junto a Luis Enrique en una tarde tan especial. Gracias al secretario muchos nos acordamos de su figura y del postrero cruce de correos electrónicos justo antes de su (buena) muerte.
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