Monticello
Víctor J. Vázquez
El auxilio de los fantasmas
UN gastrónomo andaluz comentaba recientemente que Sevilla no tiene ni un gran café, cosa que es absolutamente cierta, ni un restaurante con sommelier que guíe a los clientes en la selección de los vinos según las viandas escogidas. Es posible que suframos esa carencia que algunos consideran inadmisible, pero también es verdad que ahora quien menos te esperas te da una lección de denominaciones de origen y notas de cata que te deja en la cola del piscólogo. La wikipedia, las catas organizadas y los clubes de enología han mandado al garete a esos exquisitos empleados de los grandes restaurantes.
Quienes han aflorado en Sevilla son los recepcionistas en determinados establecimientos hosteleros de cierto nivel. Están en la puerta habitualmente tras un atril con lamparita y una tablet con la que se supone que controlan las reservas y hasta el tiempo de estancia de los clientes en la mesa. Filtran el acceso, por lo que te sientes más encorsetado y vigilado que con una cerveza en la mano y sin mesa alta en el Salvador. Te preguntan finamente cuáles son tus intenciones al intentar entrar en el restaurante. Tienes que declarar tus planes, preferentemente si tienes o no mesa reservada. El punto delicado es si pretendes simplemente tomarte algo en la barra, habitualmente pequeña y poblada de champaneras donde se exhiben botellas de carbónicos que nunca vas a pedir. “Es que así se organizan los restaurantes en Madrid”, te explica el cuñado de turno. Antes entrabas en un bar y te podías ir haciendo hueco poco a poco y con habilidad. Ahora está esta suerte de filtradores, ubicadores o acomodadores, según se mire.
Los clientes deben ser conducidos, como hacen los operadores turísticos con las vacaciones de esa manada sin criterio que viaja donde le digan. Se trata de matar el libre albedrío, no hacernos pensar, marcarnos el camino del ocio y el negocio. “Usted se pone allí, usted espera acá”. “Las tapas solo son en la barra”. “Las mesas son para comer”. ¡Toma, claro! Y para leer. ¿O no se puede leer en una mesa?. Pasamos de que nadie nos reciba al entrar en un establecimiento a que nos dirijan desde que nos acercamos a la puerta. Estos nuevos recepcionistas fiscalizadores han llegado para quedarse, como los camareros con pinganillo y una aplicación digital que tarda un mundo en precisar que el cliente quiere la carne en su punto o cómo serán los cafés. Hubo un tiempo en que los bares eran espacios de libertad, pero al final ocurre lo de siempre: la libertad hay que currársela en todos los ámbitos. Nadie la regala. Al final conseguimos ponerle puertas al campo. Al tiempo. Que venga el sommelier.
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