Javier Compás

El rano de Casa Ruperto

En aquellos años sesenta el popular bar no se había mudado aún de la calle Castilla

10 de febrero 2022 - 09:11

Yo lo recuerdo dicho así, rano, no sé muy bien si era como le llamaban o le llaman en Triana o es una ensoñación de mi nublada memoria, enturbiada a través de los años. La rana o el sapo, así es como aparece en cualquier consulta que ustedes hagan por internet. Un juego milenario, habla de una antigua leyenda inca.

Había uno en el patio del Bar Ruperto, ese, el de las codornices. Pero entonces no estaba en el callejón de Santa Cecilia donde aún hoy despacha sus famosos pájaros a la plancha, sus filetes de lomo largos como tumba de filisteo (gracias, don Francisco), sus cabrillas en salsa o sus caracoles en temporada. En aquellos años de mi infancia, años sesenta del pasado siglo, el popular bar no se había mudado aún de la calle Castilla, en el tramo entre Chapina y el Patrocinio, donde todavía vamos a probar los solomillitos al whisky del Sol y Sombra, otro templo de las tabernas clásicas trianeras, sumergidos en esa capsula del tiempo taurina que forman sus paredes en penumbra empapeladas de viejos carteles, sus rollos de papel higiénico a modo de servilletas (entonces del Elefante), su barra de madera llena de cicatrices que los vasos han ido surcando.

Cuando eres pequeño tienes la ventaja de que todo es grande, al menos a mí me parece una ventaja, pues cuando regresas a esos lugares de aquella Arcadia feliz, te defrauda el tamaño actual de todas las cosas, empequeñecidas a los ojos del adulto. El poyete granítico de entrada a la Casa Alta; la resbalaera, donde pugnábamos por subir y tocar su cúspide; el patio de la casa de vecinos, enorme entonces como campo de fútbol; el sillón enorme del Seat 1500 de mi padre; el hueco de la escalera para esconderse cuando venía el practicante a ponerte una inyección de vitaminas; la alacena de la cocina de mi casa, cueva de las mil maravillas, con olor a café en grano y chacinas de Monesterio… y el rano de Ruperto.

Un cajón de hierro, con una sólida rana verde, algo desgastada por los golpes, también de duro metal, la ruedita noria de delante, los puentes, los agujeros y las fichas metálicas para tirar, que entonces a mí me parecían discos de hockey, grandes, circulares, pulidos, perfectos. Ruidoso juego que buscaba acertar con los discos en la boca del anfibio o, al menos, colarlos por los huecos que puntúan.

Muchos días, en ese deambular cercano e infantil alrededor de casa que entonces practicábamos unos niños sin consolas de videojuegos, entraba en aquel patio del bar, con olor a serrín, maderas mojadas de vino y aguardiente, humedad verde de macetones de aspidistras y geranios. Me plantaba delante de aquel armatoste de hierro fundido pintado de verde, y pensaba en los macizos discos metálicos guardados en el cajoncito inferior del artilugio, cómo me hubiese gustado cogerlos y probar el tiro.

Decía la leyenda inca que si tirabas una moneda de oro a un lago y aparecía de pronto una rana o un sapo y, de un salto, se la comía, el bicho se convertía en oro y se le concedía un deseo al tirador. Sueños infantiles que nunca se cumplieron, porque nunca tiré ni siquiera la ficha a la boca del pequeño batracio.

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