¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Maneras de vivir la Navidad
LOS españoles hemos salido de la crisis de conciencia de Pedro Sánchez con la misma sensación del que ha vivido una larga noche de farra, una de esas veladas en las que la excesiva ingesta de alcohol nos hace participar o ser testigos de los comportamientos más sonrojantes. Pero no seremos equidistantes. La gran mayoría de los ciudadanos, simplemente, se han limitado a padecer eso tan desagradable que es la vergüenza ajena. Solo una minoría selecta es la que ha hecho el ridículo de una manera que aún sorprende. El primero, por supuesto, es el presidente del Gobierno. Más allá de si todo este dramón ha sido una táctica maquiavélica meditada o el arrebato de un caballero enamorado dispuesto a defender el honor de su dama, Pedro Sánchez ha demostrado ser una persona absolutamente inane. Probablemente pensó que su periodo de reflexión iba a provocar una movilización social masiva y solo se encontró con los muy cafeteros en la puerta de Ferraz. La gran mayoría de los españoles, de izquierdas o derechas, prefirió, como mínimo, guardar la distancia con una actitud adolescente que le provocaba más embarazo que otra cosa. El presidente salió ayer a decir que se quedaba cuando ya a casi nadie le importaba mucho que dimitiese. La segunda en el ranking de los ridículos es la vicepresidenta del Gobierno, María Jesús Montero. Compareció ante las masas de Ferraz bailando una tarantela, como poseída por una extraña enfermedad motora, gritona y desencajada. Una persona que está en las quinielas para presidir los gobiernos de España y la Junta debería cuidar más los gestos. Saltémonos a todos los secundarios (Óscar Puente, Patxi López, etcétera). El tercero en la lista es el gremio de periodistas afectos a Sánchez. Estos, más que hacer el ridículo, han servido de quintacolumnistas de aquellos que aspiran a controlar los medios de comunicación para ponerlos al servicio del poder político (progresista, por supuesto). La libertad de expresión no se entiende sin los posibles excesos, pero para eso están los tribunales. Cualquier otra intervención es puro control autoritario. Y, finalmente, el ranking de los ridículos lo protagonizan algunos próceres de ese grupo de personas al que cierta prensa califica como “el mundo de la cultura”. Tanto las lágrimas de Pedro Almodóvar, como la patética sobreactuación de Marisa Paredes o el verbo de monja de García Montero han hecho que España se ruborice como un zangolotino ante su primer amor. Seguro que les merecerá la pena.
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