¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Capitanía y los “contenedores culturales”
No hay un solo pueblo o civilización que no haya sido racista culturalmente ni haya dejado de practicar la esclavitud hasta casi nuestros días. No importa lo lejos que nos traslademos o remontemos, el sentimiento de superioridad y la trata de seres humanos estarán siempre presentes, aunque no necesariamente asociados. De hecho, fue siempre más prestigioso poseer esclavos de razas o zonas muy apreciadas que lo contrario, algo de lo más razonable en la lógica esclavista, pues no parece buena idea despreciar lo que se ha adquirido, por más que ninguna posesión sea equiparable al poseedor.
Cuando los europeos llegaron al África negra a partir del siglo XV, los nativos practicaban la esclavitud a gran escala. De hecho, sin su colaboración no hubiera sido apenas posible la trata, ya que los mercaderes no solían internarse en el territorio y se limitaban a establecer sus enclaves en la costa. Mucho antes que ellos, sobre todo en África oriental, los árabes habían establecido grandes emporios esclavistas para cubrir con negros la insaciable demanda del Islam, la más dependiente de esa mano de obra de todas las civilizaciones medievales.
Se da la circunstancia de que la denostada Europa fue el primer continente del que desapareció la esclavitud, en plena Edad Media y a través de un proceso lento pero eficaz de transformación social y económica que, al hacerla inviable, la limitó a casos excepcionales. El papel del cristianismo en todo ese proceso, que incluía el cambio de las conciencias, fue básico, pues se trata de la primera religión que estableció la dignidad de todos los seres humanos y su igualdad esencial como hijos de un mismo Padre. La carta de san Pablo a Filemón, a propósito del esclavo Onésimo, marcó la posición cristiana sobre el fenómeno, y si tardó mucho tiempo en dar frutos plenos fue porque la esclavitud era una institución tan arraigada, y tan imprescindible para el sistema económico antiguo, que simplemente era inconcebible su abolición, pero se humanizó como nunca antes en ningún sitio. Más tarde, hubo siempre voces cristianas contrarias a la nueva esclavitud, instaurada en las colonias por motivos demográficos y económicos, y sin ellas no hubiera sido posible el abolicionismo del XIX, nacido en Inglaterra y en círculos hondamente piadosos. Sin aquellos idealistas, cristianos y europeos, hoy no habría negros libres manifestándose en las ciudades de Occidente. Pero, ¿a quién le importa todo esto si de lo que se trata es de culpabilizar a nuestra genuflexa civilización?
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