La aldaba
Carlos Navarro Antolín
El gazpacho que sufrimos en Sevilla
Algunas supimos muy pronto que nos tocaría pagar el peaje de la barca, porque sólo las niñas bonitas no pagan dinero. Y lo hacíamos mientras saltábamos –fatal– a la comba, mientras envidiábamos las guedejas doradas de otras compañeras y nos parecíamos a nuestro mito, Marisol, como un huevo a una castaña. Y descubrimos que pagar por la barca, lejos de ser una fatalidad, nos daba eso que llamamos autonomía, emancipación, independencia. Si lograbas pagar de tu bolsillo estabas un poco más cerca de la ciudadanía, esa por la que Clara Campoamor peleó tanto. Claro que ese pago incluía la soledad: la mayor parte de las mujeres que gozaban de profesión en mi infancia estaban solas, “señoritas”, que cantaba con desgarro Enrique Montoya. Y luego extraña que peguemos un brinco cada vez que alguien nos llama así. Han pasado años y las niñas bonitas ya tripulan su barca y hasta las diseñan porque son ingenieras y no les tienen miedo a las matemáticas. Pero, ay, llega un juez y en lugar de criticarlas por sus actos las llama cajeras de supermercado –yo, en el caso de su señoría, iría ya con cuidado a hacer la compra, si es que alguna vez ha bajado del Olimpo y ha ido a por acelgas o por pañales, juniors o seniors, que de todo hay– obviando méritos posteriores porque, claro, la peana es la peana y se ve que no todos los títulos valen igual. Hay en ese menosprecio una bofetada sutil que retrata con precisión quirúrgica la serie Querer, que debería ponerse en los colegios y en los exámenes a juez, visto lo visto. Aparte de unas interpretaciones de diez, la directora Alauda Ruiz de Azua nos cuenta algo más que una historia puntual de maltrato, más allá del hombre maltratador y la mujer anulada: es la radiografía de esos comportamientos tolerados que se basan en la supremacía inobjetable del varón sobre la mujer, adobada con factores clasistas, y, parece, pura idiosincrasia vasca. Lo digo porque hay escenas, verosímiles para esos personajes concretos, que nos chirrían a los andaluces, qué abuela no asfixia a su nieto a besos. Sin estridencias ni escenas que nos hagan cerrar los ojos, la familia protagonista muestra sin maniqueísmos la venenosa huella que deja el patriarcado. Es imposible no empatizar con los hijos –tomar partido por papá o mamá, vaya pesadilla y quién le haría pasar a su vástago por el trago de un juicio– incluso con aquel que vive su propia caída del caballo. Otro acierto es el título, Querer, o sea amar, o sea el amor. No te va a querer nadie, les decían a las niñas que se empeñaban en pagar al barquero, la peor de las profecías, la más dañina de las maldiciones, el precio más alto. Y la mentira más cruel. El príncipe azul destiñe, dicen con guasa mujeres que no crecieron, por suerte, con Reina por un día. Amarse entre iguales: no se me ocurre mejor reto para unas y otros. Quererse bien, que decimos aquí.
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