¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
Maneras de vivir la Navidad
Es bien sabido que el poder y el sexo son conceptos estrechamente unidos en los mamíferos. Nuestro rey Juan Carlos, mamón al fin y al cabo, no iba a ser una excepción. Históricamente, los reyes han mantenido todo tipo de serrallos y amantes y, a partir de 1789, los presidentes de la república se unieron a la fiesta. El president Mitterrand ha sido quizás el gran ejemplo contemporáneo de depredador sexual. Muchas alababan su poder de seducción y atractivo, pero ¿hubiese llegado a colocar tantas y tan buenas muescas en la culata de su colt si hubiese sido un hortera de las galerías Lafayette? Probablemente no. Mitterrand tenía especial fijación por las periodistas, muchas de las cuales optaron por el sí es sí. Consiguió, además, mantener decenas de aventuras al mismo tiempo que esposa y amante formal. Como dijo su amigo Roland Dumas, su posición ante el sexo exdébil era: “es imposible seducirlas a todas, pero nada cuesta intentarlo”. Las cartas íntimas que mandó a su amante, Anne Pingeot, las publicó Gallimard (ojo, no cualquier revistilla de tres al cuarto) con el título Las Lettres à Anne, 1962-1995. Hemos de reconocer que los franceses son infinitamente más elegantes y civilizados en estas cuestiones que nosotros, que nos tenemos que conformar con unas fotos más bien ordinarias y pueblerinas en las que don Juan Carlos parece un butanero en plena explosión del deseo, más que Su Majestad el Rey de España y de Jerusalén, entre otros muchos títulos. Malos tiempos para los que creen que ser monárquico es, ante todo, una emoción estética e histórica.
Los espías saben muy bien que el sexo es el camino más corto para conseguir ciertas informaciones. Como decía un agente: “es curioso, pero la gente, después de hacer el amor, es capaz de contarlo todo”. Los esfínteres mentales, al parecer, se relajan con el placer. La tortura inversa. Don Juan Carlos, según lo que hemos sabido estos días, es un claro ejemplo. El Emérito, además, no tuvo en cuenta lo que casi todo el mundo sabe, que una mujer herida es un miura ciego.
Algunos recordarán aquella película de Axel Corti titulada La puta del rey, un tormentoso y hermoso drama histórico que acaba con el inútil triunfo del amor imposible. Nuestra Escopeta Nacional es, sin embargo, más esperpéntica y garrula. Ni el Rey ni su amante han estado a la altura y solo sirven de carnaza para programas sonrojantes y tribunos de la plebe con esperanzas republicanas. A la mayoría nos queda la pena de ver arrastrada una figura que tanto ha significado para España y la esperanza de que su semilla, Felipe VI (que Dios guarde), arraigue –esta vez sí– en la vieja piel de buey.
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