La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Huyan del negro en Sevilla, algo ocultan
la esquina
FALTA en España un debate en profundidad sobre la prostitución, cuando ya son numerosos los ayuntamientos que han aprobado ordenanzas que la persiguen. Se está imponiendo el modelo sueco, implantado también en Noruega e Islandia, que se propone abolir el comercio sexual poniendo el énfasis en los clientes, a los que se castiga con penas de cárcel.
La Asamblea Nacional de Francia acaba de aprobar una resolución decididamente abolicionista de estas prácticas. Se trata de una declaración de principios, que tiene un carácter simbólico pero irá seguida de una ley que va a contemplar también penas de dos meses de prisión a la clientela, además de multa. Su premisa es que se trata de una actividad ligada a la violencia sobre la mujer, ya que la mayoría de las prostitutas son víctimas de la explotación de los proxenetas.
¿Y qué pasa con la minoría -si es que son minoría- de prostitutas que no son víctimas de ninguna mafia, sino que han decidido voluntariamente ejercer esta antigua profesión? En la sociedad francesa no todas lo tienen claro. La intelectual feminista Elisabeth Badinter ha dicho algo que en alguna ocasión yo mismo he argumentado: "Si una mujer desea ganar en tres días lo que otras ganan en un mes como cajeras en un supermercado, es su derecho". Una opinión semejante ha sido defendida por Morgane Merteuil, secretaria general del Sindicato del Trabajo Sexual, partidaria de sustituir la expresión "mujer prostituida" por las de "trabajadora del sexo" o "puta", que ponen el acento en la parte activa. "El que trabaja 14 horas en una fábrica también lo hace obligado. Yo he elegido este trabajo donde no tengo jefes ni horarios", ha declarado.
Estas posturas no son ninguna tontería ni deberían ser despachadas con displicencia desde una presunta superioridad moral o redentora. Podemos estar de acuerdo en que se ilegalice la prostitución organizada por chulos sin escrúpulos que fuerzan a sus pupilas a ejercerla en su propio beneficio, que se les reprima con la máxima dureza e, incluso, que se haga pagar a los clientes por su complicidad interesada en el infame comercio. Pero que la prostitución libremente asumida por mujeres -y también hombres, no se olvide- que prefieren hacer ese trabajo y no otros porque es más rentable y menos penoso que muchos otros sea tratada como un delito, sancionable para el usuario pero no para quien lo presta, ya es otra cosa. Un Estado democrático y aconfesional no tiene por qué imponer sus criterios morales a una actividad privada entre dos adultos que usan su libertad.
Tampoco creo que deba ser materia regulable por los ayuntamientos vía ordenanzas, sino objeto de debate y regulación por ley de las Cortes generales. Habrá que hacerlo tarde o temprano.
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