23 de agosto 2024 - 03:08

Sobre el nuevo hallazgo en Pompeya –dos esqueletos y un tesoro–, Manuel Gregorio González ya ha dejado dicho en esta página todo lo realmente importante. Aun así, el estupor, que es atrevido, me incita a escribir sobre este asunto. Pocas cosas hay más insólitas que Pompeya, pues su debacle, al contrario que el resto de acaboses, no la hizo desaparecer, sino que la preservó del paso del tiempo, ofreciéndola a los ojos del futuro. La ceniza cubrió las cenizas. El polvo formó la silueta de aquello en lo que se posó, de modo que lo que ya no está ofrece su vacío, el negativo de las brasas, su silencio elocuente. Súmenle a eso que a la muerte no le dio tiempo de disponer los cuerpos en posturas desastrosas, como suele; según los estudiosos, muchas víctimas murieron al instante, cuando iban de su corazón a sus asuntos. Y así se han quedado, dignos habitantes de una ciudad a la altura de las invisibles de Calvino: el esclavo quedó, para toda la muerte, amarrado a su cadena, los amantes llevan milenios fundidos en un beso y, quien estaba aquel mediodía sentado en el mercado, ahí quedó contemplando (o para la contemplación de) arqueólogos y visitantes. Del más reciente hallazgo, el de los cadáveres de un hombre y una mujer junto a objetos de valor, conmueve que llegaran a tener tiempo de entender que algo horrible estaba ocurriendo, así no supieran bien qué. Quedaron allí, dentro de la estancia, vapuleados por los temblores, escogiendo sus pertenencias, su –no lo sabían– ajuar funerario.

Siempre me ha llamado la atención la deshumanización, o como poco la distancia, que la Historia y las historias otorgan a las víctimas. Un asesinato, por ejemplo, o una catástrofe, deja de dolernos cuando se transforma en true crime o hallazgo arqueológico. (A algunos no les hace falta ni esto para desdibujar a quien sufre, les basta con saber que son pobres y extranjeros). En cambio, no es difícil imaginar la terribleza del momento final de aquellas personas. Tampoco puede dejar una de hacerse la pregunta: si un Vesubio imaginario rugiera de pronto, ¿dónde me sorprendería?, ¿haciendo qué?, ¿cómo quisiera que me encontrara? Cada cual tendrá su respuesta. La mía, sobre todo la última, curiosamente me centra, me da paz, me da alegría, cuida de mí. Dios, en cualquiera sus denominaciones religiosas o científicas, nos libre de semejante foto fija. Mas si llegan los días del frío –nos recuerda Miguel Ángel García Argüez– que nos pillen hirviendo.

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